
La parca a la vuelta de la esquina.
Es mediodía.
Un sol picante cuelga de un cielo sin nubes, y la muerte almuerza en una cafetería.
A su derecha, una mujer cucharea una lasaña con desgano y toma sorbos de gaseosa. Ambas acciones las realiza con la mano derecha.
Surgen preguntas: ¿acaso solo tiene una mano?, ¿por qué no utiliza la otra?
La escena se aclara.
La otra mano sostiene un celular al que están conectados los audífonos que lleva puestos. Es difícil precisar cómo se siente. La expresión de su cara puede ser producto de angustia o de un profundo aburrimiento. No le importa condimentar su almuerzo con una llamada de trabajo.
¿Qué tal si le quedan pocas horas de vida? ¿Cómo saber si está desperdiciando su último momento en este mundo?
Algunos dirán que solo está almorzando y que no hay necesidad de analizar semejante acto tan simple, que millones de personas realizan al mismo tiempo en todos los rincones del planeta.
Si nos fijamos en ella es porque en la mesa de al lado se encuentra la muerte.
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En esta ocasión, tiene la forma de un hombre con aspecto pálido, barba poblada, flaco en extremo (una ráfaga de viento podría hacerlo volar por los aires), y sus ojos son dos pozos profundos. Lleva una corbata negra y traje de paño del mismo color.
Es un atuendo inapropiado para el calor que hace, pero logra regular su temperatura corporal con el frío que la parca siempre lleva encima. El contraste del color de su piel con el del vestido le da un aspecto macabro.
Como siempre, se hace la loca o, en este caso, el loco, y hace presencia sin que sus vecinos se percaten de ella. Come lo mismo que la mujer y le da sorbos decididos a una botella de jugo de naranja, arqueando su espalda hacia atrás.
Imposible saber cuántas veces ha pasado por enfrente de las narices de cualquiera de nosotros, sin ser identificada.
Estudia a la mujer, su próxima víctima, que no para de hablar por celular, y que ya se cansó de pinchar trozos de pasta bañados en salsa boloñesa.
Ahora la muerte hojea una separata de carros de forma nerviosa. En medio de todo su poder, le cuesta comportarse como un ser humano en su hora de almuerzo laboral.
De repente se pone de pie y abandona el lugar con un andar perezoso y despreocupado. Ya no le interesa la mujer. Quizá le entraron unas ganas repentinas de llevarse a la primera persona que tenga puestos zapatos rojos, porque, si de aleatoriedad se trata, nadie le gana.
¿Ya revisó el color de los que lleva puestos hoy, estimado lector?
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