“El modo de ser un nuevo intelectual no puede consistir ya en la elocuencia como motor externo y momentáneo de efectos y pasiones, sino en enlazarse en la vida práctica como constructor, organizador y persuasor constante”

Antonio Gramsci

Por: Samir Jiménez

El ir y venir de muchas situaciones lleva a algunas personas a optar por las aulas como el espacio en el cual se desenvolverán como trabajadores, como personas, y si el fortunio los acompaña, como profesionales[1]. Este lugar y esta práctica será definitiva para aquel obstinado u obstinada que decidió, en algún momento, esta carrera de sabores y sin sabores, pero aún más transcendente es para aquellos quienes de manera consciente y razonada guiarán y formarán a sus pupilos en el camino del conocimiento en medio de convergencias y divergencias.

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Podemos entonces afirmar que la escuela es el espacio en el cual se encuentran los saberes y además los desconocimientos, y no necesariamente estos conceptos son consecutivos con los actores implicados en la acción de educar. En consecuencia, la presencia del profesor en el aula y el rol que desempeña no es garante de procesos eficaces y eficientes de la enseñanza y mucho menos del aprendizaje. Los estudiantes, los profesores y los conocimientos no son elementos estáticos de la sociedad, son más bien dimensiones independientes que se necesitan para el sistema de la educación.

Si se tiene en cuenta que en la educación de hace unas décadas el fin último de esta consistía fundamentalmente en la transmisión de conocimientos, este fin aún perdura con todo lo que esto implica. Aún vemos muchos docentes para quienes su oficio pedagógico consiste en una artesanía verbal y una disciplina moral, antes que una artesanía de la producción intelectual donde haya el espacio para la experimentación, la reflexión y la contemplación de prácticas educativas significativas.  

En este sentido, es claro que tenemos en las diferentes aulas de todos los niveles de la educación, profesores que lo son por el simple hecho de ejercer un oficio, mas no por el placer que su oficio tiene para la realización como ser humano. Platón afirmaba que en el trabajo el hombre se reconoce a sí mismo, descubre quién es en verdad, por ello lo difícil de aceptar cuando alguien cuestiona lo que cada quien hace, pues de forma directa se está cuestionando al hombre, más que el trabajo que desempeña.

Es claro que se trabaja para lograr un lucro y de esta forma insertarse en una sociedad de consumo en donde cada ser humano debe competir por lograr sus aspiraciones o metas, pero, ¿qué tan diferente sería esta situación si a aparte de desempeñar un oficio también disfrutáramos de él? Esta es una confrontación necesaria entre el deber y placer.

Pero más allá de este asunto llamado quizá vocación, existen otros elementos que impiden verdaderas prácticas, en las cuales se podría apreciar lo que significa la educación. Estas tienen que ver, por supuesto, con todos los arraigos culturales difíciles de desprender en torno a las nuevas concepciones de ser un profesor. Morin   plantea en su texto Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, cuán relevante es para la enseñanza el reconocimiento del error y la ilusión (algo tan cotidiano en los profesores), impuesto en la mayoría de las ocasiones por la atomización de teorías, doctrinas e ideologías. Se enseña todo, pero a la vez nada.

Es así como, en primer lugar, nos encontramos profesores cuyo eje central en la práctica de enseñanza es simplemente lo temático; el objetivo vital de este ejercicio consiste en la adquisición de términos y conceptos desligados de procesos de aprendizaje, en donde de manera tangible se deberían evidenciar reales prácticas educativas donde los estudiantes no sean un ente estático en el proceso… Pero definitivamente este enfoque no da pie para lo anterior. 

¿Dónde están los profesores culturalmente formados?, pero no de esa cultura normativa e incipiente que, en lugar de incluir, excluye a los demás. No, hablo de esa cultura que nos hace poseedores de múltiples saberes: desde los más insignificantes, hasta los más complejos. Los estudiantes están bajo la batuta de profesores que no son consumidores culturales. Es raro encontrarse con un espécimen de estos que como hábito lea, escuche música, disfrute de una exposición de arte o una presentación de danza o sencillamente, admire una buena película. Estamos infestados de profesores ágrafos, pues no producen textos ni para sus clases, ni para la intelectualidad. 

Pero sí nos encontramos con aquellos que se postran en una silla y no tienen qué decir, porque su conversación ni siquiera es interesante, no tiene qué enseñar, porque a esos conocimientos los estudiantes podrían llegar solos, no generan admiración porque su discurso no es consecuente con sus prácticas, y mucho menos crean en sus pupilos intriga por el aprendizaje, ganas de querer aprender. Por el contrario, instalan en ellos un sin sabor clase tras clase, y la pregunta recurrente luego es: pero, ¿por qué los estudiantes no aprenden? La respuesta es muy simple.

No tenemos profesores intelectuales porque no dinamizan, no construyen o transforman el conocimiento, porque viven anclados a formas anquilosadas de percibir la educación. Los profesores de ayer y muchos de hoy no son productores de textos y de saberes, se la pasan reproduciendo esquemas preestablecidos para un sistema educativo homogéneo, sin siquiera pensarse la educación o considerar esta como un arte bello y digno de completa admiración.

Lo que es peor aún, muchos de estos pseudoeducadores promueven en los estudiantes formas malsanas de asumir una vida democrática, de respeto y conciencia social, donde prevalezca, ante todo, el sentido de lo humano. Naturalizan y validan discursos homofóbicos, xenófobos, racistas, sexistas y hasta de menosprecio del otro por condiciones económicas, intelectuales, ideológicas y hasta culturales, con la firme y errada convicción de que sus formas de enseñar son las únicas y que no existe espacio para otras diferentes.

¿Qué pasa en la mayoría de las universidades que como producto final vomita a la sociedad estos profesionales que, ávidos por lograr un escalafón social, olvidan el propósito de su formación? Al final sabemos que este problema no es de estos incipientes estudiantes. El problema con toda seguridad es de aquellos que trataron de formarlos.  

Bibliografía

– Foucault, Michel. (1996). De lenguaje y literatura.
España: Paidós Ibérica.
– Freire, Pablo. (2005). Pedagogía del oprimido.
  México: Siglo XXI
– Gramsci, Antonio. (1967). la formación de los
intelectuales. México. D.F. Grijalbo.
– Morin, Edgar. (2001). Los siete saberes
necesarios para la educación del futuro.
Barcelona: Paidós estudio.
– Savater, Fernando. (1997). El valor de educar.
Barcelona: Editorial Ariel S.A.
– Vásquez, Fernando. (2007). Enseñar con
Maestría.  Bogotá: Universidad de la Salle.

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[1] Entiéndase en el sentido profundo de la palabra como la persona que ejerce su oficio con relevancia, capacidad y aplicación.