Se encierra en el baño y se queda un rato mirándose al espejo. Se esfuerza por ver a un gran escritor, no al empleado con camisa y corbata de rayitas que el espejo le muestra. Se resiste con toda la fuerza de su voluntad a ser ese muchacho cansado y con cara de atroz aburrimiento: “¡No más! —se dice— ¡Hay que cambiar! ¡Hora de las definiciones!”
Sale a toda velocidad, va a su oficina y se sienta frente al computador. En el google busca: ‘consejos de escritores-arte de narrar’ y ahí tienes a tu Hemingway y a tu Cortázar saliéndote con los decálogos más irreverentes, inteligentes, incisivos, imposibles. Imposibles para él que está amarrado a esa silla con cadenas de hierro (cadenas de plata), y que tiene a su espalda cuando menos a tres jefes que en cualquier momento van a preguntarle qué ha estado haciendo toda la mañana, y que no van a sorprenderse gratamente si él llegara a contestarles que quiere hacerse escritor y que ha estado buscando los mejores métodos para lograrlo. No, no les va a hacer cinco de gracia ni van a decirle: “felicitaciones, muchacho, nunca pensé que tuviera esas inclinaciones tan interesantes”; nada de eso porque a él no le pagan para que se vuelva escritor sino para que produzca: pro-duz-ca (“porque todo cuesta en esta vida, mijo”).
Además con qué tiempo, fíjese usted que si algo tenían en común esos escritores era su dedicación, a todos les estaba permitido, si les daba la gana y cuando les daba la gana, ir a encerrarse en su estudio durante días y meses, recibiendo únicamente a abnegadas mujeres que de rato en rato iban a atenderles con bistec y galletitas y coñac. En cambio, él apenas con el tiempo justo para levantarse a las seis, tomarse un tinto, lavarse los dientes y salir disparado al Transmilenio, y de ahí disparado al otro Transmilenio, y de ahí disparado al ascensor, y luego disparado entre asuntos de la oficina; y de tanto andar disparado durante todo el día cómo no va a llegar como un trapo a la casa a quedarse dormido, dígame usted.
Y encima toma que Monterroso y su devoción permanente. Luego, que nada mejor para un escritor que la brisa del mar Caribe, cuando él, a lo sumo, ha visitado las piscinas de Girardot en época de tibias corrientes que emergen a la superficie desde muy abajo, sobre todo, cuando se estaciona uno cerca de un niño o una anciana. Y finalmente, de dónde va a sacar él una musa, si Lili Andrea no hace más que decirle que es una lástima de hombre, léase una pichurria.
Entonces mejor replantearse lo dicho frente al espejo.