
Mi lectura se fue al carajo
Por: Juan Manuel Rodríguez Bocanegra.
Hace buen clima, así que decido salir a tomarme un capuchino y leer.
Llego a un café pasadas las 4:00 p.m. Hago el pedido, saco el libro de la mochila y comienzo a leer. Me pierdo en la lectura hasta que alguien dice: “¿Juanma?” Volteo para ver quién me llama. Es Juliana, una compañera de la universidad.
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Intercambiamos las típicas frases de cortesía: “¿Cómo estás?”, “¡Qué rico verte!”, “¿Qué has hecho?”, entre otras.
Me cuenta que tiene una cita con yo no sé quiencito, pero que todavía no ha llegado. Entonces inspecciona el lugar con su mirada y concluye: “Voy a mirar a ver si está adentro”, y deja colgando la frase en el aire mientras se aleja con pasos apresurados, dando a entender que se sentará conmigo si la persona a la que espera no ha llegado.
“Mi lectura se fue al carajo”; eso pienso, mientras le regalo una sonrisa y le doy un sorbo desganado al capuchino, pues ya no lo voy a poder disfrutar de la forma que quería.
Al rato Juliana vuelve y confirma que su cita no ha llegado. En ese momento cambio mi estado a modo charla y la invito a sentarse.
Repetimos un par de comentarios que nos acabamos de decir hace un momento. Siento que a nuestra conversación le cuesta prender motores.
Le pregunto cómo le fue con la pandemia. Lo que quiero saber es si el COVID la afectó emocionalmente.
Seguro planteo la pregunta mal, porque me responde: “Bien, estoy trabajando en X empresa como wachuwachu”. “Qué bueno”, le digo.
Me empieza a contar en qué consiste su trabajo. Quiere llevar la conversación a su terreno y yo tengo una pereza infinita de caer en eso. Solo quiero saber cómo ha estado, que deje de lado su postura profesional, pero no encuentro las palabras, así que la dejo ser.
“Mi lectura se fue al carajo”.
Me cuenta que su hijo ya tiene ocho años y se pone a buscar una foto de él en el celular. Por fin da con una en la que sale solo y me la muestra. La miro y no se me ocurre qué decirle, así que acudo a una respuesta que creo segura: “Se ve súper grande”, sin tener idea de cuál debe ser la altura de un niño a esa edad.
Juliana sigue mirando a todo lado, para ver si la persona que espera ya llegó. La siento, al igual que yo, incómoda.
Cuando me vuelve a mirar me pasa el balón de la conversación con la siguiente frase: “Pues sí, eso te cuento”, como si pensara: “De malas mijo, mire a ver de dónde saca tema”. Me dan ganas de decirle que no me ha contado nada, pero me quedo callado y ella también.
Un silencio incómodo cubre la conversación hasta que me pregunta: “¿Y tú qué?, ¿hijos, pareja, qué?” Le doy un sorbo a mi capuchinito, que ya está frío, para mojar la palabra.
“Mi lectura se fue al carajo”.
Le respondo que nada, negativo, null, nicht, nones, nein, naranjas.
Le digo que cada vez es más difícil conocer a alguien, y que esa dinámica en sí (Cómo te llamas, quién eres, qué te gusta hacer, bla bla bla), me da cierta pereza, aunque imagino que no debe existir otro camino.
Juliana me da la razón y me dice que la única salida es que mis amigos me presenten a alguien. Intento hacer una broma y le digo que me presente amigas, pero ella no la encuentra graciosa, no sonríe y responde: “Yo, por ejemplo, estoy en mi segundo matrimonio”. Me cuenta que el primero no funcionó porque ella y su expareja, aparte de una infidelidad de por medio, eran muy distintos, y que uno siempre sabe cuando alguien no es para uno. “¿Cierto?”, me pregunta.
Aquí mis sentidos se ponen alerta, porque por fin se muestra un poco vulnerable, pero como en tema de relaciones soy más bien la voz de la inexperiencia, tampoco sé qué responderle, así que contrapregunto: “¿Tú crees?”
Juliana sube la guardia de nuevo, se concentra en su celular y me pide disculpas. “Estoy en medio de una negociación con una empresa de Perú y es súper importante”, dice. “Tranquila, dale sin problema”, le respondo.
Cuando deja de escribir en el celular, me cuenta a grandes rasgos de qué se trata todo. Dice algo que tiene que ver con temas legales y que allá todo eso es muy complicado, porque el cashback yo no sé qué. Asiento con la cabeza, mientras le pido a los dioses de las conversaciones que me iluminen de alguna manera.
Luego me cuenta que está haciendo un MBA en tal lugar. “Aaah el de X cosa, le menciono”, y de inmediato me corrige: “No, este es diferente porque es con la metodología de Harvard. Todo lo vemos por medio de casos de estudio”. “Aah ya”, replico.
Mi lectura se fue al carajo.
“¿Y tú qué haces acá?”, me dice. Le señalo el libro encima de la mesa y le cuento que vine a leer un rato.
“Aah veo, yo me voy a hacer en otra mesa para esperar a mi cita”, concluye. Se pone de pie, la imito, nos damos un abrazo y luego se aleja.
Busco la página en la que quedé, y ya solo me queda un cuncho frío de capuchino. Me lo tomo.
Es un sorbo triste.
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