Si lees esta carta, ayúdame

Por: Andrey López

A mi nombre se han cantado muchas canciones y se me ha enaltecido como la sucursal de un cielo que hoy se oscurece con el humo que brota desde las escaleras que intentan alcanzarlo. Ahora solo suspiro lamentos desde donde antes resaltaba el orgullo de unas finas líneas que dibujan la cordillera.

Ahora se van creando rastros de ceniza donde antes había hojas verdes que eran la envidia de todos los bosques de los otros hemisferios.

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Mi voz, entretejida por las hojas de las palmas y guayacanes, se opaca con el brillo que desde mis cerros iluminan las ventanas de los caleños que se asombran por enésima vez de las llamas que se inflan por las montañas, amenazantes de llegar hasta los techos de los que viven más cerca. Me asusta que esa sea su única preocupación.

Las lágrimas de fuego que cubren mis laderas no pueden ser apagadas con el agua de los siete ríos que me bañan. La santa protección de las tres cruces puede detener al mismo diablo, pero no al fuego destructor. Mientras el imponente Cristo erigido en el Cerro de los Cristales observa, impotente, esta tragedia.

Es cierto que el calor desesperante me desalienta y me vuelve vulnerable a la tragedia climática mundial, pero mis calles tienen oídos. Triste, he tenido que escuchar historias de que algunos me quieren ver arder. Tengo tanto que ofrecer: tierra, agua, aire, que me niego a creer que alguien me quiera maltratar de esta manera.

Siento que aquellos que no me han vivido, me castigan con su avaricia o, peor aún, con su indiferencia. El calor de mi clima tropical aviva la alegría de mis nativos e incluso a quienes con amor he acogido, pero hoy, me siento abandonada.

No puedo olvidar a aquellos que darían su vida por mí, aquellos que cada noche observo llegar en sus destellantes carros rojos que iluminan y ensordecen todo por donde cruzan. Heroicos e invencibles con sus trajes amarillos, azules y naranjas. Veo sus ojos llorosos por el humo y solo puedo imaginar que realmente lloran por verme así. No le temen a nada más que a verme sufrir de esta manera, su única preocupación es ver cómo los verdes árboles que me visten me pueden desnudar y quemar hasta mis huesos rocosos.

Lo que más quiero es que no olviden las comidas que han brotado desde mis entrañas, las melodías que han nacido con mi propia voz, mi corazón que palpita en cada metro que recorre el atleta, ni las míticas fiestas que todos disfrutan en cualquier época del año.

Si lees esta carta, ayúdame. No me dejes morir. No me abandones a la suerte del fuego abrasador e indiscriminado, porque quiero seguir viviendo, quiero seguir dando mi calor, mi viento y mi alegría a todo aquel que desee cantar, bailar y correr bajo mi cielo.

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