“13:15.

 Todo el personal de las secciones siete y ocho se ha movido a la sección nueve.  Somos 23 personas. Tomamos esta decisión porque ninguno de nosotros puede escapar.

El agua nos llega ahora por los tobillos. Nos queda aire para unas pocas horas. Se acaba de apagar la luz. Escribo a ciegas”.

¿Qué pensará alguien que va a morir?

Hablo de aquellas personas como Dimitri Kolesnikov Romanovich, el autor de la nota, inmersas en una situación en donde la posibilidad de escapar con vida es nula.

Imagino que siempre se busca alguna forma de aferrarse la vida y ¿qué mejor manera de hacerlo, que dejando un registro escrito de lo que ocurre?

Es posible que eso haya pensado Romanovich, quien era el operador de turbinas del Kursk, el submarino nuclear ruso, un monstruo metálico de 500 pies de largo y 24.000 toneladas de peso.

El 12 de agosto del año 2000, el Kursk dejó el puerto para participar en unas maniobras de guerra. Debía cumplir su cita con otras embarcaciones, aviones y submarinos en el mar de Barents. 

Ese día tenía programado disparar un torpedo de práctica a las 11:29 a.m. pero a las 11:27 se produjo una explosión en su proa, y 15 segundos después otra destruyó la sala de torpedos y el puesto de mando, ubicados en el primer y segundo compartimento del buque. Luego se lo tragó el mar.

En un principio se creyó que los 118 tripulantes habían muerto al momento de la explosión, pero Romanovich y sus compañeros quedaron atrapados en los 5 compartimentos traseros, luego de haber roto el estricto protocolo, y abandonar sus puestos tras el desastre.

En ese lugar pasaron de una sección a la siguiente, y se reunieron en la novena, en la popa del submarino, donde estaba la única escotilla de escape.

Una de las cartas que le envío a su esposa Olga días antes de la catástrofe, tenía un carácter profético impresionante:

“Me hundo en ti, en tus ojos y en tu alma, como el auténtico submarino, en silencio y sin levantar espuma del mar. El valiente capitán es desde este momento tu preso eterno y no quiere la libertad”.

Asocio la nota que el marinero escribió en la oscuridad, con una de las primeras líneas del Rey transparente, la novela de Rosa Montero.

En ella Leola, la protagonista, una adolescente plebeya, dice lo siguiente:

“La pluma tiembla entre mis dedos cada vez que el ariete embiste contra la puerta, un sólido portón de metal y madera que no tardará en hacerse trizas.  Pesados y sudados hombres de hierro se amontonan en la entrada.  Vienen a por nosotras. Las buenas mujeres rezan. Yo escribo”.  

Montero afirma algo que quizá sea cierto: “la palabra es la única arma que tenemos los humanos para luchar contra el caos y el horror”.    

Escribir es, quizá, la última frontera entre la vida y la muerte.