Por: Christian Lozano.

La nostalgia es pura vida y mucha humanidad. Si bien, estamos convencidos de ir sobre una línea de tiempo, la realidad más abstracta podría eliminar contundentemente el pasado y nuestras proyecciones de un posible futuro serían un simple fruto de la imaginación. Y a lo que llamamos presente, sería la simple existencia, que existe sin tener sentido; sólo cargada de las múltiples razones que le hemos impreso encima para soportarnos.

Aunque, reconociendo con prejuicios y un menguado convencimiento esa presunta verdad, todo aquello que vivimos en un pasado nos recarga los recuerdos; regalándonos pequeños vacíos temporales con deseos plasmados en frases como: “cuánto daría por volver a tener 7 años y volver a vivir aquella ocasión”; o “quisiera volver a mis 16 años y poder haber tomado una decisión distinta”; o un “cuánto quisiera volver a aquel instante cuando me sentí completo y quedarme ahí para siempre”.

El anhelo de ver a los que ya no están, abrazar sin condiciones; teniendo la plena conciencia de que en un futuro que ya conoces, esas personas, sus olores y sus ideas, ya no estarán. El querer estar en un sitio que, pese a su existencia geográfica, nunca será igual a los recuerdos. Pues bien, este texto es una pequeña alabanza a la nostalgia.

Esa que siento cuando recuerdo a mi abuelo que ya no está. Cuando cantaba y bailaba las canciones de los que dejaron su voz en una grabación, como pequeño suvenir para la infinidad, pero que sus cuerpos ya no respiran la música que alguna vez hicieron. Una nostalgia que recorre mis nervios cada vez que veo la vejez evidente en la piel de quien alguna vez vi corriendo tras un balón, o haciendo escenas de acción en películas hollywoodenses.

En el pasado hemos dejado situaciones que hemos querido olvidar, pero el impacto se ha osado por perpetuar entre los recuerdos; también hemos dejado pequeñas dosis de felicidad que aún alimentan nuestras sonrisas; además de las infaltables imparticiones tradicionales o traumáticas de moral, que nos conducen a diferentes comportamientos a los que generalmente nos aferramos desde la idea de “lo que está bien”.

Seguramente, habrá personas que carguen en la nostalgia más del dolor que sufrió en las penumbras de una existencia humana atiborrada de injusticia y crueldad; y menos de la privilegiada tranquilidad.

Porque vivir con más sonrisas, en la nostalgia y en el ahora, en una sociedad que se concentró en el desarrollo individual por encima del colectivo, es un privilegio; así haya frenéticos que insistan que tal como está el mundo es como debe ser.

Finalmente, esa frase dicha con plasticidad: “recordar es vivir”; es un mantra inequívoco que no falta a nuestra realidad. Ya que, tener ese potencial intrínseco de hacer de la nostalgia un plato más que alimenta un alma necesitada de razones, sólo puede ser posible y mejor entendido desde nuestra frágil humanidad.

Por ende, para mantenernos, podemos aferrarnos a la nostalgia; pero, ojalá, en algún imaginado futuro al que logremos llegar, la nostalgia tenga más claves de felicidad para nuestros coterráneos; entendiendo que tendremos que construir mejores recuerdos colectivos.