Por: Christian Lozano López

Ya van algo más de dos semanas del asesinato del periodista Felipe Guevara en Cali. Un joven de 28 años al que le ilusionaba la vida. Tanto quería vivir que se estaba preparando para ser el mejor papá de todos.

Una violencia que no reconoce de profesiones, democracias, respetos o tolerancias, marginó la segura posibilidad de coleccionar muchísimos momentos de felicidad en múltiples memorias; tanto en la de él, como en la de su familia, allegados y compañeros de trabajo.

Queda claro que la criminalidad y la benevolencia desconocen que la labor del periodista es netamente intermediaria, que informa sobre sucesos que ocurren y accionan otras personas, con la firme creencia de que aquello que pasa es de necesaria comunicación a quien le pueda interesar.

Los periodistas somos mensajeros de muchas cosas que hacen lo demás y, tal vez, esa tarea genera molestia en aquellas personas que no son capaces de aceptar la autoría de sus propios actos ante la comunidad. Pero el problema va más allá de la violación profunda a la libertad de prensa y a los derechos que nos permiten hacer la ardua tarea de contar lo que incomoda, dentro de la permanente búsqueda de la verdad. El asunto grave radica en la tranquilidad que inunda a aquellas personas que se sienten con la capacidad de cegar la vida de alguien más o, en escenarios no menos graves, a ciertos seres humanos que el repudio por la muerte violenta se les perdió y tienen ocasiones en las que las aplauden.

Culturalmente, sé que el comportamiento no es exclusivo de nuestro país, pero sí es necesario que metamos el dedo en esa enorme llaga colombiana, que no distingue con claridad el respeto sagrado a la vida propia y ajena. No se puede ocultar que hay personas que se regocijan con el asesinato de otras personas, argumentados en un tajante y simple “se lo merecen”, o un irresponsable “algo estaba haciendo”. Y se aferran a esas ideas, sin darle oportunidad alguna a pensar que la vida de las otras personas es tan importante como la suya misma.

Esa visión egoísta y violenta termina dándole un permiso popular a que haya inescrupulosos que decidan ir por la diestra o la siniestra arrebatándole el aliento a otros seres humanos. Porque se ha creado una caricaturesca superioridad moral que dicta quiénes son los “buenos” y los “malos” y, por ende, los “bien muertos” y los “tristemente muertos”. Lógica que encuentra su incongruencia cuando queda clara la postura de cada ser viviente, que define su propia perspectiva del mal y lo que le hace daño; mientras que en sus mismas entrañas encuentra un cuerpo libre de error y tufo a paraíso.

Si bien no hay duda acerca de la existencia de ese rasgo en nuestra cultura colombiana y que los posibles cambios podrán tomarse décadas, decalustros (50 años) o hasta siglos, también no podemos vacilar sobre la realidad de Cali, nuestro terruño amado que está sumido en la peor de las cepas de ese virus que deambula por todo nuestro recorte de atmósfera: la violencia. Bicho que, junto a la pobreza, arman un coctel a la medida para la autodestrucción y el rezago de las generaciones a ser unas que viven para la muerte.

No es extraño que nuestras niñas, niños y adolescentes perciban con liviandad y miopía la nocividad de la violencia en una sociedad. Ser malandro, matón, lavaperros y obtener reconocimiento por eso en nuestra ciudad es una opción que, en muchos casos, no se desecha. Además, porque anda bien retribuida y respetada por múltiples grupos en nuestras comunas y barrios.

Hace unos días capturaron a quien habría disparado contra Felipe Guevara. Es un menor de 16 años, que será enviado a una correccional de menores, al que también le fallamos. Como país, le regalamos el coctel de la autodestrucción como opción dentro del libre albedrío, cuando por su cabeza no debería pasar jamás la capacidad de accionar una pistola contra un ser humano como él.

Tampoco deberíamos tener a semejantes monstruos con el poder y el libertinaje suficiente para mandar a matar a alguien, pero de esos abundan como el café en la tierra del olvido. Por eso suplicamos justicia.

Es un grito de urgencia. Justicia para Felipe, pero también para Frank, Yuliana, Jhoan, Gabriela y Alberto. Que podamos restar de a pocos la justicia punitiva que nos inunda, que sea más efectiva la justicia correctiva, pero que reine, sobre todas, la justicia social. Esa que nos permita cerrarle las hendijas a sus menores proporciones al coctel de la muerte.