Es una mañana fría con algo de llovizna.  Estoy con mis compañeros de clase al lado de la cancha de fútbol. Todos llevamospantaloneta y hacemos tumulto, quizá para contrarrestar el clima. Nuestro aliento se condensa y parece que de nuestras bocas saliera humo.

La mayoría de recuerdos de mi época de colegio son buenos.  Sin embargo, hubo algo que siempre odié: el famoso Test de Cooper, esa maldita prueba de resistencia.

Ahora leo que consiste en recorrer la mayor distancia posible en un periodo de 12 minutos. De pronto ese era el tiempo que duraba la prueba, pero en ese entonces a míme parecía una eternidad.

“Vamos a comenzar”, decía el profesor de educación física, vestido con sudadera, cachucha, un silbato colgándole del cuello, y una tabla para escribir, de esas con un clip, que seguro sostenía una hoja con nuestros nombres y casillas al lado para marcar nuestros tiempos.

Entonces sonaba el silbato y comenzábamos a darle vueltas a la cancha.  Recuerdo que siempre me preguntaba “¿Qué sentido tiene esto?, mientras trotaba a regañadientes. En ese entonces era bien gordito y cualquier esfuerzo físico era un martirio.

Un día el test de Cooper, comenzó igual que siempre.  Ahí estaba yo trotando y a cada momento mis vecinos eran diferentes, hasta que alguien comenzó a trotar a mi lado y no sé de dónde, se le ocurrió decirme: “Wilson es el diablo”. Acto seguido aceleró y dejo flotando su comentario.

El miedo me invadió.  De inmediato busqué a Wilson con la mirada y lo vi charlando con otros compañeros mientras cumplía con la prueba. 

Wilson era un tipo bonachón, de los más juiciosos, y siempre tenía una sonrisa para regalar.  Sus cuadernos, con márgenes, letra pulcra y títulos y subtítulos en diferentes colores, eran los mejores si uno necesitaba desatrasarse en los apuntes de alguna clase.

Wilson, si se mira bien, tenía todos los requisitos para ser un santo, pero ahí, mientras lo miraba correr pensé “¡Claro! Es el diablo, ¿cómo no me había dado cuenta?”

Seguí con mi prueba como si nada y creo que alcancé a comentarle a un par de personas la buena nueva.  No recuerdo qué cara ponían, seguro habrán pensado que estaba molestando.

El test ya llevaba cierto tiempo y mi energía caía en picada, así que cada vez trotaba más lento. De repente, sin darme cuenta, Wilson comenzó a trotar a mi lado.

Me saludó, pero no le respondí nada. Dejé de trotar y arranqué a correr como si la prueba fuera los 100 metros planos.  Cuando le saqué media cancha de distancia, volví a mi ritmo lento y cadencioso.

Luego, en lo que quedaba de prueba, Wilson me volvió a alcanzar dos veces más y yo volví a hacer lo mismo, correr como si mi vida dependiera de ello. “¿Qué pasa?”, decía cada vez que se ponía a mi lado, pero yo no estaba dispuesto a conversar con el diablo.

Ese día terminé la prueba casi muerto. No recuerdo cuánto tiempo pasó hasta que me convencí de que Wilson no era el diablo.Seguro fue cuando tuve que pedirle prestado uno de sus cuadernos.