Mi mantra durante el paro ha sido rechazar la violencia. La vaina es que lo hago desde el frente que se genere, sea el que sea. Y eso, automáticamente, parece que me convierte en una “des-bandada”, “des-partidada”, una fulana sin criterio, sin opinión, ¡casi sin alma! Pero qué hago si me encuentro en un país en implosión, carcomido por su propio mal.

Soy crítica acérrima de la corrupción, consciente de que cumple plenamente el rol de agujero negro de prosperidad y de bienestar en cualquier entorno; violentando, además, en el caso de Colombia, los derechos de los ciudadanos, en especial de los más necesitados. Igual, condeno la violencia sistemática que imponga un estado criminal y opresor, a través de cualquiera de sus ramas. Eso es un hecho. Pero de ahí a que yo cierre los ojos e imagine que vivo en el país de las maravillas o en un bosque que siempre ha estado encantado, necesitaría encontrarme en un estado de negación patológico.

“La gente de bien”, por ejemplo, un apelativo que ha sonado bastante en el último mes largo, con alto énfasis en el sarcasmo. Sin embargo, no termina siendo más que otra generalización igual como las que, lastimosamente, basan a nuestra sociedad colombiana para juzgar.

Yo, por ejemplo, llevo veinte años viviendo en Ciudad Jardín y no soy ni “paraca”, ni uribista, ni mi papá fue traqueto, ni tampoco lavaperros, ni tengo una sola arma en mi casa. Y ahora resulta que debo avergonzarme del barrio que he habitado la mayoría de mi existencia, por un absurdo estereotipo que pretenden imponer los mismos que se indignan cada que los tildan de vándalos, claramente debido a otra falsa creencia.

Eso pasa por la hipocresía que ha manejado el país desde tiempos inmemorables. Cuando, en un principio, miembros de la comuna 22 se acercaron a la 100 con 13, con el ánimo de insultar y como decimos en Colombia, pordebajear a los manifestantes; yo sabía de que era un desacierto. Ya lo he dicho, que el odio y el resentimiento entre compatriotas es de lo que menos ha servido en este paro (y siempre). Sin embargo, la violencia escaló hasta límites que todos hemos visto y los únicos perjudicados terminamos siendo nosotros, los hijos de esta nación.

Porque también estoy en contra del vandalismo, de los saqueos, de la extorsión, de los robos, la intimidación y del bloqueo de pacientes e insumos médicos; de todas las muertes injustas que se han dado, tanto en las calles (sea de policías o de manifestantes), como en los hospitales y ambulancias, gracias a la falta de paso a la vida de personas que no tienen nada que ver con lo que sucede.

Entonces, me pregunto: ¿Cuál es la verdadera gente de bien? ¿Los que han robado gasolina, quemado buses y estaciones? ¿Los que tumban postes y semáforos? ¿O serán los que apoyan este tipo de actos? Vivimos bajo un gobierno que nos ha invadido de injusticia social en vez de cumplir, pero lo más acertado que hemos encontrado ha sido hacer daño y despreciarnos. Tristemente, ahí está la miseria que siempre ha acompañado a Colombia: En el mismo corazón de su gente.

Al inicio del paro, vi empleados de estaciones de servicio y dueños de almacenes armados, esperando al que viniera a robar, por muy paisano que fuera. Sí, por convertirnos en el peligro del vecino fue que acabamos de enemigos, por aprovechar la situación para sacar lo peor de nuestra sociedad.

En el caso de mi sector (que, por mí, ojalá nada de esto hubiera pasado), se ha llevado las críticas desde lo sucedido al inicio, que ya mencioné y que me pareció tan atroz, al igual que por la balacera que tuvo como terrible desenlace el bloqueo que le hicieron algunos a la minga el 9 de mayo; después de agresiones menores de los indígenas (que no justifican, pero tampoco se deben omitir). De manera que yo me pregunto: ¿Qué hubiera pasado si el joven al que se le estalló una papa bomba en la mano, aquel día, en la glorieta, intentando lanzársela a un restaurante (en servicio) encuentra el paso libre de habitantes de la comuna? ¿Hubieran seguido el resto de negocios o se habría ido corriendo, con sus secuaces? ¿Acaso, hubieran sido saqueados los supermercados, como los locales que alcanzaron a serlo el pasado 28 de mayo? ¿Y si los carros que fueron atacados a machete, mientras sus conductores hacían fila por gasolina, hubieran sido motos? ¿Los indígenas se habrían abstenido de agredir a la gente u otro hubiera sido el final?

Porque estamos en una época en que todo se puede suponer. Y la más importante: ¿Acaso, no se trata de violencia? Claro, de parte y parte. ¿O vivimos en el país de las maravillas? En zonas de la ciudad llenas de barreras invisibles, a las que ni se puede entrar por la misma inseguridad, ¿qué sucedería, por ejemplo, si llegara un grupo de personas a saquear y a tirar papas bomba? ¿Serían bien tratados? ¿La gente correría a esconderse?

Entonces, volvamos: ¿Cuál es la verdadera gente de bien? ¡Pues, fácil! ¡La que lo hace! El policía que sí cuida al pueblo, el político que sí ayuda a la región, el manifestante original, real,  que lucha por sus derechos limpiamente, el ciudadano que concilia, el que se adapta y solo confía en que todo mejore. En resumen, el que quiere el bien para el país, sin hacer el mal.

Y en medio de todo lo nefasto, la empatía nos dice: “Sientan con los demás”. Sí, yo siento e intento ser objetiva. Por eso hice esta columna.