La luz del día está a punto de extinguirse y estamos en el centro de la ciudad.  Hacemos parte de una película muda; yo y mi acompañante nos entendemos a punta de telepatía.

Las pocas personas que hay en la calle caminan de afán y sus pisadas no producen ruido. Miro una dirección en una placa negra con letras doradas: “Carrera 1 Este-cierre”.  Meto la mano al bolsillo, mientras descanso el peso del cuerpo sobre la pierna derecha.

Justo en ese momento, la alarma del reloj despertador, implacable y repetitiva, me expulsa hacia la vigilia sin ninguna contemplación.

Apenas me despierto, aún tengo frescas algunas imágenes del sueño: Estoy con alguien en una esquina y queremos tomar un taxi.

Así suelen ser mis sueños, escenas sin contexto, como si un director no estuviera seguro de lo que filma.

“¿Con quién estaba?, ¿qué hacía en ese lugar?, ¿Existe esa dirección?”, me pregunto.

La chicharra del reloj vuelve a sonar, y oprimo torpemente uno de los botones para que deje de hacerlo.

Luego, a lo largo del día, pienso en el sueño. Imagino que podría ser el inicio, nudo o desenlace de una historia.

Comienzo a quitarle imágenes: la persona que me acompañaba, que no era más que un bulto opaco, la calle adoquinada, las otras personas, hasta que solo me quedo con la placa y su dirección.

La palabra “cierre” me hace recordar el término Cul-de-sac, expresión original del francés que se traduce como: callejón sin salida o fondo de la maleta.

 Quedémonos con la primera definición que, de forma escueta, sería: vía cerrada.  

Cul-de-sac. Imagino que se podrían escribir miles de libros, sagas o tratados enteros a partir de ese término. Si algún día me llego a encontrar una novela con ese título, la compraré a la ciega.

El término también me hace acordar de un laberinto que había en el conjunto de una tía. De pequeño, no perdía oportunidad de explorarlo cuando la visitábamos. Era de cemento gris y con acabados burdos, y siempre me intrigó pensar a quién se le había ocurrido ponerlo en la mitad de una zona verde.

El laberinto era pequeño y no tardaba mucho en encontrar la salida. Nunca me grabé la ruta, y la expectativa de doblar en una esquina para encontrarme con una vía cerrada me gustaba, porque, por lo general, alguien me perseguía.

 ¿Qué hacer ante un callejón sin salida? Lo más sensato, pienso, sería dar reversa y buscar otro camino, ¿acaso no?

No sé por qué no aplicamos eso a diario, en cualquier contexto de nuestras vidas.

Una amiga vivió en una casa en el barrio Bosque Izquierdo, ubicada al final del Cul-de-sac más acogedor que he conocido en mi vida. Esa es una paradoja de esos lugares. A pesar de lo determinantes que son, esconden una gran belleza.