El escritor Fernando Cáceres decide salir a almorzar sin compañía alguna. Una vez leyó que los solos funcionan únicamente para las guitarras eléctricas, pero ¿qué más da? 

De pronto, el simple hecho de salir de su casa y caminar un poco, es justo lo que necesita para desatorar un cuento al que le ha dado vueltas por una semana, pero cada vez que se sienta al teclado no le sale nada.

Ya en el restaurante, Cáceres ocupa una mesa pequeña, enfrente de una pared, y espera que nadie le pida sentarse con él. “Que cada quien lidie con su soledad”, piensa.

Los meseros caminan apurados de un lado a otro llevando bandejas sobre sus cabezas. De ruido de fondo se escuchan sonidos de cubiertos que se estrellan contra la vajilla, más el murmullo del resto de comensales que conversan de forma animada.

Pasados 15 minutos, con el plato que ordenó enfrente suyo, Cáceres trincha un trozo de pescado junto con otro de una tajada de plátano maduro; le gusta experimentar sabores dulces y salados al mismo tiempo.

En ese momento piensa en el cuento que quiere escribir.

Mientras mastica el bocado, estudia un posible comienzo: las palabras que va a utilizar, el narrador y punto de vista; hasta que se pasa sus pensamientos y la comida, con un sorbo de jugo de mango.

Recuerda una columna que leyó hace poco: “Acostarse temprano” de Manuel Vilas.  

Palabras más, palabras menos, Vilas dice que él tiene todo el derecho de zambullirse o evitar caer en una lectura, con tan solo leer sus primeras líneas.

Eso es lo único que necesita para saber qué tanto tiempo dedicó el escritor a pensar el inicio de su obra. Cáceres piensa en los inicios como el llamado a una lucha, que obliga a tener múltiples rounds de lectura hasta acabar con un libro.

Vilas cita, como ejemplo, la frase: “Mucho tiempo he estado acostándome temprano”, el comienzo de la novela En Busca del Tiempo Perdido de Proust, y dice que ningún escritor ha superado ese inicio.

Cáceres olvida su cuento, y se entusiasma con el tema que le acaba de llegar a la cabeza. Hurgando un poco más, recuerda otra columna, “El hijo del Joyero”, del también escritor español Juan José Millás.

Millás habla de la primera frase de la novela La Regenta de Leopoldo Alas: “La heroica ciudad dormía la siesta”, y también del inicio de un cuento de Raymond Chandler: “Era uno de esos hermosos días de finales de abril, si a uno le importan esas cosas”.  

Millás Concluye que la importancia de esas frases radica en el magnetismo que cargan, pues llevan en su interior un drama semántico. Dar con ese justo equilibrio, con esa tensión o drama, piensa Cáceres, es como meterse la correcta cantidad de dulce y sal en la boca, para que el bocado sepa bien.