Por: Juan Manuel Rodríguez B.

“Es que no puedo con tu dejadez”, le dice su esposa, con una mirada cargada de rabia y tristeza, después de subirse al carro.

Martínez intenta preocuparse poco.  Desde hace ya varios años ese ha sido uno de sus mecanismos de defensa en contra de las desgracias de la vida; de ahí, supone, viene el reclamo de su esposa.

Le pareció que ella había tenido un mal día en el trabajo y buscaba camorra, pelea, desequilibrarlo de algún modo, pero antes de contestarle de forma grosera, ese monje zen que lleva por dentro y que eventualmente toma el control de sus acciones, se apoderó de su voluntad e hizo que no le prestara atención al asunto.

A Martínez le gusta pensar que es sinestésico y que puede saborear las palabras, así que mastica “dejadez”. Es picante, y ese sabor fuerte se debe, en gran parte, a la última letra que la compone.

La z, piensa, cae como un latigazo en la punta de la lengua apenas termina de pronunciar la palabra.  Esa letra pica como el aguijón de una abeja obrera, que cuando lo hace desgarra su vientre y muere. La z, cree, es aquel pinchazo que marca la muerte de la palabra dejadez, suponiendo que las palabras mueren apenas salen de la boca, aunque sospecha que algunas, en especial las que nos guardamos para no desentonar, se quedan por dentro y machacan el yo poco a poco; por eso no culpa a su esposa.  

Le cae bien la z, pues cree que no le importa nada, pero ¿cómo le va a importar marcar el final de una mísera palabra, que todo acabe con ella o en ella, si también es la última del abecedario? Es, en últimas, la reina de los finales. La z, fría y sin adornos, es la muerte en sí misma.

Si uno se fija bien, piensa Martínez, la z contiene el significado de la palabra dejadez: “Pereza, negligencia, abandono de sí mismo o de las cosas propias”.

Cree que podría aprender mucho de ella, el no importarle ser la última, su tranquilidad con el final, matar palabras o el estar en paz con la muerte.