Camilo Escribano se sienta a escribir.  “¿A qué otra cosa habría podido dedicarme con semejante apellido?”, piensa.

Prepara un café y, de repente, decide echarle un chorrito de aguardiente, a pesar de que son las 7 de la mañana. “¿Me estaré convirtiendo en un borracho?”, se pregunta.

Descarta la idea porque, según él, necesita fuerzas para sentarse en el escritorio, y cree, por alguna razón, que el licor se las dará.   

Por fuerzas se refiere a algo que dispare su creatividad, que encienda esa zona de la cabeza donde dormitan todas las ideas para un escrito, pues su mente está tan en blanco como la hoja que tiene enfrente. 

Prueba el café y le sabe muy fuerte.  Se pasa el sorbo que acaba de tomar, tuerce la boca y pone la taza en una esquina de la mesa.  Sabe que no la va a volver a tocar; “valiente salvavidas creativo”, dice en voz alta.

Lleva días en la misma situación, con las palabras atoradas en los dedos. Tiene ganas de escribir, pero no se le ocurre sobre qué.

Le contó su problema a un amigo literato que escribe para un magazín cultural.  Apenas este escuchó su inconveniente, sonrió y le dijo que no se preocupara, que esas épocas de sequía creativa las tienen todos, y que en algún momento las letras aparecerían de nuevo. “Lástima usted con ese apellido”, concluyó.

“No me joda. Más bien cuénteme una cosa: ¿usted qué hace cuando eso le ocurre?”.

Su amigo adoptó una expresión seria y respondió: Yo tengo un método que, por lo general, me funciona.  Cada vez que no tengo idea sobre qué escribir, en vez de darme palo tratando de hacerlo, me zampo unas líneas de alguna crónica de Guy Talese. A mí me funciona eso. Ahora bien, el truco, creo yo, está en identificar ese escritor que lo va a ayudar a destrabarse”. 

Escribano siguió preguntando, y otro colega le dijo que por qué no probaba con alguna sustancia psicoactiva.

Una vez lo intentó con la marihuana, pero cuando la fuma le da sueño, y ese día durmió toda la tarde. Cuando despertó, el remordimiento de no haber hecho nada, sumado a su incapacidad para escribir, lo sumieron en una profunda tristeza. 

Ahora, viendo como el cursor titila, recuerda que en la novela Lágrimas en la lluvia, de Rosa Montero, venden caramelos de oxitocina, una sustancia legal que compraban las parejas estables en las farmacias, para avivar la relación. Le gustaría que existiera un producto similar, algo, una pastilla, un ungüento, un jarabe, un parche, o un caramelo, que le ayude a mejorar su relación con la escritura.