Es una tarde gris con un ambiente húmedo, por el aguacero que acaba de caer.  

En el patio de la Penitenciaría Santa Martha Acatitla, hay grupos de presos aquí y allá, que hablan en voz baja.  A veces intercambian miradas con otros; parte de un lenguaje corporal que solo ellos entienden.

Uno de los reclusos, con los pocos dientes torcidos que le quedan, producto de peleas con guardias y presos, camina encorvado y con las manos metidas en los bolsillos, la mirada fija en el piso, siempre en busca de colillas de cigarrillo.  

En su estadía en la cárcel solo ha recibido dos visitas: Una de su esposa, para que le firmara los papeles de divorcio, y la de su hermano, que fue a contarle que su madre había muerto, porque no soportó tener un hijo asesino.

Ese exceso de soledad en la prisión le produjo una adicción enfermiza al tabaco.

Cuando los demás internos reciben paquetes de cigarrillos de quienes los visitan, el hombre se dedica a recoger las colillas que quedan esparcidas por el patio. Por esa forma de actuar fue que lo apodaron El Colillas.

Estudió Ingeniería de sistemas y realizó un postgrado en Alemania. Habla inglés, alemán y francés, y tenía una empresa que había logrado sacar adelante.

Mientras deambula de un lado a otro, piensa en esa época, cuando tenía un poco más de 40 años, y vivía felizmente con su familia, en la Colonia del Valle.

El día más feliz de su vida fue el nacimiento de su hija, y el más triste cuando tuvo que reconocer su cadáver.

Su muerte fue el punto de quiebre.

Enceguecido por el dolor y la ira vendió negocios, una de sus casas, y contrató investigadores privados, para que descubrieran quién lo había hecho.   

Tiempo después por fin supo quiénes eran los que habían cometido el crimen: dos policías judiciales. 

El Colillas ya sabía lo que tenía que hacer, y no dudó ni un segundo; era lo que más deseaba: Compró una pistola para matar a los asesinos de su hija.

“Compré un arma 9 mm. La descargué sobre los dos hombres, pero dejé una bala para mí. Me apunté a la sien y accioné el gatillo; sin embargo, la pistola se atascó”, cuenta.

Esa declaración, se me ocurre, sería la introducción perfecta para una novela, pues las ganas de saber quién es el narrador, generan un abismo narrativo que atrae al lector.

Hay personas que, por diversas circunstancias, llevan una novela en su sangre. Individuos, como El Colillas, con vidas repletas de picos dramáticos y que, además, cuentan con una capacidad innata para narrar.