Carolina Arévalo está triste. Con lo cuidadosa que es, no sabe cómo pudo haberle ocurrido.

Ya no le cuenta a nadie sobre el incidente, pues está harta de que todo el mundo le diga que no debería darles tanta importancia a las posesiones materiales.

“Solo era un guante, un trozo de lana tejido y ya está; deja el escándalo”, le había dicho una amiga cuándo le preguntó por qué andaba triste.

Los guantes se los había tejido su madre mientras convalecía en una cama de hospital, y murió dos semanas después de regalárselos.

Carolina sabe que no debería darles importancia a los objetos de uso cotidiano, y mucho menos atribuirles poderes especiales que, según ella, la mantienen a salvo.

 Pero ¿acaso las personas, a las que les fastidiaba su actitud sabían que gracias a ese guante había conocido a José; esa vez que dejó olvidado uno sobre la mesa de un café, y él la alcanzó corriendo para dárselo?

¿O que habían evitado que sus manos se congelaran en ese viaje que hizo a Royuela, aquel pueblito frio de España?

Aparte del uso habitual que les daba para protegerse del frío, Carolina creía que cuando los llevaba consigo analizaba cualquier asunto con mayor claridad.

Les había otorgado el estatus de amuleto y por eso los llevaba a todos lados, incluso en los días calurosos.

Creía entonces que los guantes alumbraban sus decisiones y la cuidaban de todos los peligros que la acechaban.  Como esa vez que salió ilesa de un accidente de tránsito, pues, según ella, iba acariciando uno, el de la mano izquierda, justo en el momento del impacto.

Ese era el mágico y fue el que se le perdió.  El de la mano derecha es un guante como cualquier otro y solo adquiría sus poderes gracias a su compañero.  Sin él quedaba convertido en un simple accesorio.

Ahora siente envidia.  Le aterra pensar que alguien encuentre el guante solitario, lo recoja, y se de cuenta de sus poderes y de todos los beneficios que le brinda a su portador.

 “Pero ¿Quién se va a interesar por un guante huérfano de compañero?”, se pregunta. Ese pensamiento la tranquiliza.

Alberto caminaba por la calle y cuando se detuvo para cruzar una intersección miro distraído hacia el piso y un pequeño bulto captó su atención.  Lo miro fijamente hasta que cayó en cuenta de lo que era: un guante de lana azul oscuro.

Por alguna razón que no sabe explicar, lo recogió y luego lo echó al bolsillo.

 Al llegar a casa colgó la chaqueta en el closet y olvidó por completo el guante.

A la siguiente semana su novia le terminó y lo despidieron del trabajo.