“Piedra, papel o tijera, ¿o qué?”, me desafió el desconocido.

Su mirada transmitía un aire de certeza intimidante, como si estuviera leyendo mis pensamientos y supiera cuál de las opciones iba a escoger.

Nos miramos fijo a los ojos por unos segundos, mientras barajaba en mi mente las tres posibles opciones de respuesta, e intentaba, sin éxito alguno, descifrar cuál pensaba escoger aquel extraño.

“Este tiene cara de tijera”, pensé, pero al instante cambié de parecer: “Fijo piensa que voy a sacar papel, y ya está preparando su mano para mostrarla en forma de tijera”.

Creí vislumbrar el inicio de una sonrisa burlona en la comisura de sus labios.  “No le voy a dar ese gusto, lo mejor será escoger piedra”, me dije.

Ese día salí a almorzar con M.  Luego de visitar ese restaurante que nos gustaba a ambos, porque servían platos generosos y la comida tenía buena sazón, caminamos hasta el lugar en el que cumplíamos nuestro ritual del tinto después del almuerzo.

Cuando llegamos, el sol se asomó por entre las nubes y tuvimos que ponernos la mano en la frente, a modo de visera, para que su reflejo no nos incomodara la vista.

El lugar estaba repleto de personas que, como nosotros, acababan de almorzar e iban en busca de un café, bien fuera para espantar el sueño, hacer un poco de digestión, o simplemente conversar un rato antes de estrellarse con el resto de la jornada laboral.

Comenzamos a recorrer con la mirada el lugar, una plazoleta con piso de mármol y mesas con sillas de metal, en busca de un lugar libre, pero parecía no haber sitio para nosotros.

Apenas una mesa se desocupaba, comenzábamos a caminar de afán hacia ella, pero alguien apresuraba el paso y la ocupaba antes que nosotros.

Cuando estaba a punto de decirle a M. que buscáramos otro lugar para tomarnos el tinto, vi que una mujer con falda negra y tacones largos, y un hombre con un traje azul y corbata roja se ponían de pie.

Arranqué a caminar decidido, casi rozando el trote, hacia esa mesa, como si mi vida dependiera de ello. 

A pocos pasos de alcanzarla, por el rabillo del ojo vi que un hombre también se dirigía hacia “mí mesa”.  Caminé más rápido, no podía permitir que me la quitara.

Cuando por fin la alcancé, puse una mano sobre el espaldar de una silla para reclamarla.  El hombre, como imitando mis movimientos,

 hizo lo mismo.

Levanté la mirada, y ahí fue cuando me encontré con sus ojos negros y cejas levantadas, indiferentes, me pareció, a mi afán por tomarme un tinto, que quizás era el mismo suyo.

Ninguno cedió terreno durante el pulso visual. Nuestras manos firmes sobre el espaldar del asiento.  De ser necesario estoy listo para irme a los golpes, pensé.

Fue ahí cuando el hombre decidió saldar el asunto por medio del juego y me lanzó la pregunta.

“Hágale”, le conteste para aceptar el reto.

Luego, en un acuerdo tácito, movimos nuestras manos libres, en forma de puño, tres veces de arriba abajo, diciendo al unísono “piedra, papel o tijera”, como dictan los cánones internacionales. En el último movimiento, mi mano se transformó en tijera y el hombre la mostró extendida, convertida en papel.