

Hace unos días escuché una historia atravesada. De esas comunes que vienen contempladas dentro de los chismes ambulantes de nuestra cultura popular. Un funcionario del sitio en el que estaba contaba que por allá, por la Avenida Sexta, ese día más temprano vio a una señora de alta edad que buscaba a unas de sus hijas. Un taxista la llevaba en medio de esa búsqueda.
La señora no llevaba un peso consigo. Tenía varias maletas y todas las esperanzas depositadas en la hija que se rehusaba a ser encontrada. La señora guardaba en sus maletas sus recuerdos, lo que la vida aún no le había arrebatado y los vestidos de flores que le camuflan las colinas que se fueron estrechando sobre su piel con los años.
Llegaron a la portería de uno de aquellos edificios donde los privilegios de la buena vida se evidencian en los adornos al interior o desde la ventana de un séptimo o noveno piso con vista a los cerros tutelares.
Preguntaron a la persona encargada de la seguridad en el sitio por la hija de la señora que vivía en el apartamento 903, pero, después de una corta llamada por citófono, el vigilante informó a la señora que posaba desdichada afuera que la residente, la hija, no autorizó su ingreso al castillito de naipes.
El taxista, algo conmovido por la falta de humanidad que presenciaba, se ahijó a la señora y se le olvidó la cuenta de la carrera. Sólo quería que esa mujer de canos enredos sobre sus hombros pudiera reposar con tranquilidad en algunas cuatro paredes donde fuera aceptada con sinceridad o con interés alguno.
A él, con sus buenas intenciones reinando sobre sus pensamientos, le quedaba imposible pensar que una hija fuera capaz de rechazar a su propia madre. Incluso, sin dejar pisar una sola baldosa de las corazas de ladrillo que tiene por reino.
–Mami, ¿y ahora para dónde la llevo? ¿No tiene a dónde más ir? –, le dijo el taxista a la desdichada. A lo que ella le respondió con una nueva sorpresa de esas impensables para una persona con ideologías tan puras cuando de la madre se trata.
–Es que yo tengo dos hijas, y vengo de donde una. La de allá, de Valle del Lili, donde usted me recogió, me dijo que me fuera y me mandó para acá; a que esta me recibiera. Pero la de acá ni me dejó seguir. –, explayaba con desencanto la señora que no podía evitar recordar en el justo instante sus mejores momentos de amor y entrega a la crianza de dos personas que hoy la dejaban en la calle.
En ese retazo de la historia, el funcionario que me estaba contando el chisme agregó una adenda a la historia; apuntando que el interés por unos cuantos billetes seguramente haría de esas hijas unas más queridas con su madre.
–Yo creo que la señora no tiene nada. Ni pensión ni nada. Porque si esa señora tuviera cualquier cosa, o le llegara la pensioncita mensual; ahí sí recibirían a la mamá pero encantadas. –, comentó el funcionario de aquel sitio donde yo solamente escuchaba con atención.
La señora, con el corazón dehilachado para ese entonces, comenzó a recibir sugerencias de ajenos. Pues, propios no tenía alrededor. –Mami, ¿no tiene a dónde más ir? ¿La llevo a un geriátrico? ¿Qué hago con usted? Si yo pudiera llevármela para la casa, lo haría, mami. Pero no tengo dónde meterla. – lamentaba con honestidad profunda el conductor del taxi con placas 742.
Una opción que jamás tuvo dentro de sus planes, justo en ese momento, la empezó a contemplar la señora que miraba como distracción a su falda de flores verdes. Cuando la vida está ocupada, no se piensa en el posible abandono; mucho menos por parte de esa recua que comparte apellidos y que se le suele adornar con la denominación de “seres queridos”.
Ahora, ella pensaba en hacerse una última pasantía por los latidos en un hospital geriátrico; donde la senilidad y el desamor se dan una última oportunidad para abrazar la vida; más que todo, la ajena.
La reflexión no duró más de un minuto. Le dijo que sí al taxista. Que le ayudara a conseguir la forma de entrar a un sitio asistencial de esos. Para ese momento, el funcionario que llevó la memoria hasta la atención de mis oídos ya no estaba como testigo de lo increíble.
El desengaño de cinco personas, el resentimiento del espíritu, en sitios y momentos diferentes, fue posible gracias a dos mujeres, cuyo desinterés por el cuidado a su madre era posible. El desencanto de todos los personajes incluidos en este texto, haciendo la excepción en las hijas y el vigilante de aquel edificio de puertas clausuradas.
Ya en medio de mis quimeras, surgió la pregunta lógica, pero deshumanizada, de las razones por las que unas hijas estuvieran motivadas a dejar delante de la puerta a su madre, con todo lo que emocionalmente esto conlleva. También pensé en un posible chispazo de amor incondicional, y que alguna de esas hijas recapacitara sobre su comportamiento y buscara de nuevo a la señora.
Aunque el chisme no dio elementos suficientes para acercarse a la conclusión de estas alternativas; sí pude desembocar en que eso no se le hace a ninguna madre de buenas intenciones.
En ese lugar donde tuvo escenario el chisme de esta historia, además de mi detenimiento, estaba mi madre; a la que miré justo después mientras amarraba mis lágrimas al pensarme en un escenario parecido. Mis estructuras no me darían para cometer un rechazo tan doloroso contra ella, la que se esmeró, junto a mi padre y otras personas, en hacer de mí una persona autosuficiente.
Quizás, mi mamá se llevó la historia a sus cobijas y se pensó en la misma situación de la señora. Quizás se dio ánimos con un “imposible” perpetuado. Lo que sí quisiera es que jamás tuviera ese miedo mientras mi cuerpo no haya decidido yacer bajo la tierra ante su mirada.
Porque, pese a los errores de una madre que pudieran afectar el caminar de un hijo o una hija; mientras no sea una clara violación al ser; el amor que se cultiva debería ser incondicional.