Existen sonidos fuertes, como la bocina de un tractor. Sonidos feos, como una trompeta sonando a las 4:00 a.m. como despertador en un campamento militar. Existen sonidos agudos, como los de un clarinete en una orquesta, o sonidos tristes, como los de una campana de un reloj marcando la hora de la misa de algún difunto. Pero ningún sonido se compara al que escuché aquella tarde. Un sonido tenue, pero a la vez estruendoso. Un ruido tenaz que se esparcía por todo mi cuerpo… desde los pies, hasta mi cerebro. Un Chirrido que me congelaba la respiración. Era el crujir de algo que se rompía y que me partía el alma.

Seis días antes de aquél agobiante sonido, era el día más feliz de mi vida. Estaba en Suarez, Cauca, firmando los documentos que me hacían propietario de una motocicleta 0 kilómetros. Estaba comprando, gracias a un crédito que me otorgó una cooperativa granadina, una Pulsar 180 GT edición pulsarmanía… una hermosura en dos ruedas. Un color azul eléctrico con calcomanías verdes y blancas, hacían que se viera hermosa. Una llanta trasera perfecta para hacer curvas acostado sin perder estabilidad y un carenaje que tenía una farola de luz grande, especial y precisa para viajar.

Introduje las llaves en el ‘suiche’ y las giré. Di estarte. Jamás olvidaré el sonar que me regaló mi azulita cuando encendía gracias a su bujía. El motor se escuchaba perfecto. Nuevo. Las luces encandelillaban a cualquiera. El asiento estaba re cómodo, muy pocas veces lo habían sentado. Me monté en ella y la sentí pesada. No me importó y coloqué mi pierna izquierda sobre el ‘calapie’ y bajé con la punta de mis dedos la palanca de los cambios… había metido la primera y la caja sonó estupenda. Como si fuera la primera vez que le colocaban un cambio. Mis manos estaban en la dirección, Moví un poco la derecha, acelerando, y mi izquierda fue soltando el clutch. La azulita ya se había empezado a poner en marcha y el tacómetro digital marcaba 5 km/h.

Emprendí mi viaje de vuelta hacia Cali, y unos 10 kilómetros después de que arranqué, empezó a llover. No me podía mojar porque iba al trabajo y mi padre, que iba acompañándome a comprar la moto, paró y me dijo que la subiéramos a la camioneta. Me sentí triste. La subimos y la amarré con millones de nudos y amarres que aprendí de los scouts… si se caía, no me lo perdonaría. Me fui mirando por el vidrio de atrás hacia el planchón de la camioneta y ahí estaba mi azulita, mojándose. Sentía demasiadas ganas de salir en ella para ‘rodar’, como le decimos los moteros.

Al llegar al trabajo, mi padre me dejó la moto ahí y se fue para su casa. Yo empecé a trabajar y cada hora se me hacía eterna. Mi hora laboral empezaba a las 5:00 P. M. ese día, y salía a las 2:00 A. M. No podía quedarme quieto. Estaba ansioso por rodar y poder sentir el viento chocar en mi cara mientras las revoluciones por minuto rondaban.

Después de una larga (quizás la más larga de mí vida), por fin fueron las 2:00 de la madrugada y busqué mis llaves en el bolsillo de mi pantalón. Las saqué y me monté en mi moto. Todos en el trabajo me la pidieron prestada para dar una vuelta, pero yo ni les respondí. Salí rápido del establecimiento.

Llegué a mi casa y no podía creerlo. Guardé a mi azulita y dejé todo organizado. Fui a mi cuarto y me acosté. Esa noche no pude dormir, pues sólo pensaba en salir a rodar… era mi pasión.

A las 7:00 A.M. me levanté y me fui a duchar. Era domingo y no podía desaprovechar esa oportunidad para salir en ella. Revisé todo en mi moto, la encendí y salí en busca de alguna aventura. Cinco horas después estaba almorzando en Popayán, Cauca. Ni yo me lo creía. Tenía una fiebre que se me notaba en los poros, pero no fui explícitamente por querer salir en ella, sino porque debía despegarla, y para eso, yendo y viniendo de Popayán, recorrí 423 kilómetros. Hasta los 750 la moto podía tener una velocidad de máximo 80km/h.

Era viernes. Tenía una mañana normal en la Universidad. A las 10:00 A. M. un compañero de un antiguo club de moteros al que iba me dijo que lo acompañara a comprar unas luces exploradoras para la moto de él, y lo acompañé. Fuimos despacio, él entendía que al despegar las motos o los carros uno tiene que andar despacio. Al llegar al Caney, buscamos la dirección. Las casas parecían un laberinto, todas iguales. Casi que estaban los mismos parques y los mismos supermercados cada cuatro o cinco cuadras. Encontramos la casa después de dar como cinco vueltas a la misma manzana y nos bajamos de las motos. Las admiramos un rato y hablábamos de comprarles cosas diferentes. Él también tenía la misma moto mía, con la edición igual, sólo que la diferencia era que yo le había comprado porta-alforjas, exploradoras y parrilla.

Al salir de la casa, él llevaba sus exploradoras en el maletín y me pidió que lo acompañara a la casa de él para que las instaláramos. Acepté y salimos hacia su casa que quedaba en Ciudad 2.000. Al llegar, saqué mi herramienta del maletín y empezamos. No nos demoramos mucho, a las 12 ya habíamos terminado y nos fuimos a sentar a tomar una gaseosa a la panadería. Hablábamos en ese instante de que la vida daba muchas vueltas, que un día no tienes moto, y al otro sí. Que eran cosas que pasaban en la vida. Minutos después, nos despedíamos y yo salí rumbo a mi casa. Mi mamá me esperaba con un almuerzo exquisito preparado por ella.

Salí en busca de la Autopista Simón Bolívar para ir hacia el norte de Cali. El día estaba soleado, caluroso. Ese día no llevaba nada de protecciones, por lo que sin la chaqueta me iba a quemar las manos.

Iba a 60 Km/h, aún no llegaba a los 600 kilómetros recorridos, por lo que tenía que andar muy suave aún. Nunca me había gustado ir por la Simón Bolívar hacia mi casa. Odiaba esa vía porque había mucho trancón, las calles estaban mal arregladas, y la presencia de vehículos piratas cada vez era mayor.

El sol me pegaba en el costado izquierdo del cuerpo y de mi azulita. El reflejo era horrible por los espejos de algunos carros. Seguía rodando hacia mi casa. Subí el puente de la 8va y un bus frenó en seco porque un niño cruzó corriendo si ver el tráfico. Frené también, con el freno trasero y el delantero, que era de disco. Las llantas frenaron en seco sobre el asfalto y soltaron un sonido lúgubre. Un sonido feo. Un chirrido.

Alcancé a desviarme y con mis reflejos pude sobrevivir. Siempre me había caracterizado por tener buenos reflejos. Seguí mi ruta algo asustado por lo que había acabado de suceder. Mi corazón aún palpitaba a mil y no podía respirar bien, tenía que parar y estacionarme. Encendí las estacionarias de mi azulita y me acerqué a una parada con sombra.   El sol seguía fuertemente pegando en mi costado izquierdo. Compré un Vive100 a un vendedor que estaba por ese lugar y me lo bebí enseguida. Mala decisión.

Seguí rodando y llegando al puente de la carrera 7ma, fui frenando… 60, 40, 20 km/h y pasé la carrilera de la 7ma. Avancé hasta el semáforo y algo en mi cuerpo me intentaba decir algo… me sentía extraño. Diferente. Más adelante, sobre el semáforo de la Carrera 1D, dos vehículos estaban estacionados, uno en el carril derecho y otro en el del medio, lo que me dejaba solo un espacio para transitar… el de la izquierda. Vi el semáforo y seguía en verde, por lo que me molesté con esos ‘piratas’ que, al parecer, discutían sobre una ‘carrera’ robada. Lo que no percaté fue que, al yo cruzar el semáforo, un camión también lo hacía, saliendo desde la 1D hasta el carril izquierdo de la Simón Bolívar… el mismo en el que yo iba.

Claro, la ‘cola’ del camión golpeó fuertemente la dirección de mi ‘azulita’ y perdí el control. Por no querer que se cayera la moto bajé los pies… de nuevo, una pésima decisión, ya que eso, gracias a eso, acabé de perder el control e hizo que la moto, mi amada, cayera sobre mí, y la defensa triturara mi tibia y mi peroné.

Aquél sonido jamás lo olvidaré, y me atormenta cada que veo mi pierna y veo las cicatrices que me dejaron operaciones posteriores al accidente. Escucho los huesos quebrarse cada que roso con mis dedos la unión de las fracturas, y me tambaleo. Sufro.

¿Pero, y la moto? No le pasó nada más que un raspón en la calcomanía de la farola, un espejo quebrado y la defensa doblada. Estaba bien, pero después de ese día no la volví a ver con amor. Le perdí el encanto a esa moto, lo que me hizo cometer malas decisiones que, después en otra columna las escribiré.