Alfredo Armáis se sienta en la terraza de un bar del centro de la ciudad, descansa su morral sobre la mesa y se pone las gafas de sol encima de la cabeza.

Ordena un Tom Collins y mientras llega su pedido se distrae viendo pasar la gente, una actividad que, cree, requiere un alto grado de concentración para llevarla a cabo a la perfección.

Rato después, luego del primer sorbo a su bebida, piensa en sus dobles regados alrededor del mundo, una idea que le instaló un amigo en la cabeza.  

Todos tenemos uno o varios dobles en algún rincón del planeta, pero encontrarlos es difícil porque ellos siempre tienden a efectuar un movimiento contrario al que estamos haciendo. 

Se concentra en uno, un hombre de Asia al que considera su mejor versión.  Piensa que a ese sujeto le va bien en todo lo que a él le va mal.

Por ejemplo, a esta hora de lunes en la que Armáis vaga por la ciudad y tiene ganas de embriagarse antes de las 10 de la mañana, el asiático dirige un emporio económico y su vida, al parecer, marcha sin contratiempo alguno.

De todas formas, a Armáis le tranquiliza saber que no hay vidas perfectas y que por más que las personas se empeñen en demostrar lo contrario, con miles de fotos sonrientes en redes sociales, platos de comida apetitosos y paisajes paradisiacos; siempre hay una piedrita en el zapato, bien sea física o mental, que nos daña el caminao’.

Está donde está, valga la redundancia, porque hace una semana decidió renunciar al puesto que tenía, director de experiencia en una agencia de marketing.

Antes de ingresar a ese lugar, ese era el trabajo de sus sueños, pero el mal trato de su jefe hizo que su paciencia solo le durara un año.

El bocinazo de un carro lo saca de su tren de pensamiento y repara con más atención en la tajada de vida que captan sus ojos:

Ejecutivos encorbatados, que caminan de afán con maletines de cuero a la mano, como si supieran qué es lo que deben hacer en la vida o qué espera esta de ellos.

Una pareja de estudiantes, novios al parecer, que se dan besos apasionados cada dos pasos.  “Siempre deben llegar tarde a donde van”, piensa Armáis.

Una mujer rolliza, vendedora de aguacates, parqueada en una esquina con una carretilla llena del producto, sobre el que se reflejan los rayos del sol.  

Un lustrador de zapatos que descansa recostando un pie sobre la pared y que dice “se lo lustro barato”, a cada transeúnte que pasa de largo.

En medio de sus pensamientos Armáis se pregunta si la vida tiene alguna razón de ser, o si simplemente no tiene propósito ni sentido práctico alguno y da igual lo que hagamos o dejemos de hacer. 

Hace poco leyó: “Nada tiene importancia, cada cosa que nos sucede o que nos precede cabe en un par de líneas de un relato”.

Por eso piensa si es lo mismo estar sentado en el piso 30 de un rascacielos asiático o sentado en la calle viendo pasar gente.

Le da un último sorbo a su coctel y no se le ocurre nada más, pero como se siente en paz, ordena otro.

“Cada quién con su piedrita en los zapatos”, concluye.