Por: Daniel Felipe Otálvaro.

El 14 de abril del 2016 tuvo lugar un partido épico por los cuartos de final de la Europa League, entre Liverpool y Borussia Dortmund, no solo por la cantidad de goles, ni por las tácticas aplicadas, sino por el unisonó cántico de You’ll Never Walk Alone. Aquella noche no importó el amarillo o el rojo, Anfield era uno solo.

Todos le hemos abierto un espacio a los recuerdos para hablar de la normalidad, es decir a la vida antes de marzo del 2020, lejos de protocolos y el uso de términos médicos en nuestro vocabulario, en la que las aglomeraciones no importaban y los estadios daban la oportunidad de vivenciar emociones provocadas por el deporte. Por lo anterior, esta columna inició refiriéndose a uno de los momentos que se quedaron para siempre en la historia del fútbol, el día en el que ambas hinchadas alentaron a sus jugadores con un mismo cántico.

Y es que ver celebrar un gol en frente de una gradería sin público me parece incoloro y sin sentido, de nada sirve correr desde el punto de anotación hasta el borde de la cancha si no te vas a encontrar con quien gritar, o de que sirve levantar las manos pidiendo aliento si no va a existir una respuesta bulliciosa, como también tener un estadio que tiemble sin que nadie vaya a saltar. No es por romantizar las sensaciones que produce ver patear un balón, pero los hinchas le han hecho falta al fútbol.

Desde la tribuna se han ganado partidos, se ha clasificado a mundiales y hasta conseguidos títulos, aunque también se ha visto padecer y abandonar cuando la humillación es irrevertible, para eso se va a presenciar un partido, a sentir la gloria de un triunfo eterno o a que te impongan la derrota de una eliminación en la cara.

Yo también doy la vida por los colores, solo pregúntense cómo sería un fútbol unicolor, sencillamente no existiría, no habría un rival azul, negro, vinotinto, morado, verde, rojo y más, es la necesidad de tener un oponente. En el fútbol los colores te dan una identidad y te hacen parte de una comunidad, pero algunos delincuentes escudados por un distintivo no lo han querido entender y es que además han mezclado prácticas de guerra para burlar, provocar y agredir a lo contrarios.

Por ejemplo, las banderas eran un botín durante la segunda guerra mundial, el ejército fuese alemán o ruso, las quitaban y antes de quemarlas las lucían invertidas para ridiculizar el rival, una práctica que no tiene nada que ver con el fútbol, pero que gira entorno a este como si lo fuese, en la que vándalos corren detrás de trapos o tapa tribunas simplemente por demostrar una bastarda superioridad.

El deporte nos une en sentimientos y nos separa en gustos, nunca habrá un final convincente en una conversación si el tema es el talento de Messi y Cristiano Ronaldo, o la histórica remembranza de Pelé o Maradona, son páginas que no terminarán de escribirse, puesto que el discurso se alienta y también se hereda, convirtiéndolos en verdaderas leyendas.  

Para cerrar, me quedaré con los hinchas que les hace falta ovacionar una atajada, repudiar una pifia, lamentar un error e inclusive aplaudir el rival cuando el talento se sobrepone al color de la camiseta.

Nota final: Celeste, color relativo al cielo y nombre de la bebé que recibió un disparo en una riña entre hinchas en Cali.

Mis condolencias a su familia.

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