Por: Christian Lozano López

Noche tranquila, con ausencia de lujuria, altavoces, murallas y murmullos; no hay más que un alma desolada y una guitarra incomprendida. El asfalto de su vivienda es su reposo, se vuelve fango atravesado por maraña esponjosa, que le causa escozor de épocas fraccionadas y se combina con el placer del descanso sin herida y sin compañía. Las sonrisas implícitas se mezclan con la precipitación espesa que causó la traición que hoy es recuerdo.

Se hizo suficiente la auto-destrucción hace unas horas, fue capaz de negociar con su pensamiento un cese al fuego de balas contenidas con palabrerías de invasión mental, que estaban atacando desde aquella otra noche con chubasco de lágrimas celestiales, incluyendo la noche del beso ajeno, sin embargo, propio.

No le queda otra alternativa diferente a la catarsis inexplorada para darle esperanza a lo que cree inútil, su vida. Inhala fuertemente el oxígeno envenenado que lo rodea como una burbuja de odio y exhala deseos de futuro. Agarra con las fuerzas apabulladas la guitarra que siempre lo ha acompañado a donde ha ido, no siendo guitarra, sino obra de arte que sólo se aprecia. Esta vez quiere sentirla, sobar sus seis cabellos que en su vibrar cantan.

Es la primera vez que quiere alimentar su sentir de melodías producidas por la guitarra que él estimula. Es la primera vez que detalla con sus huellas dactilares los maderos que la componen y no duda en caminar con sus manos la sensualidad de esas curvas, respira la dureza del mástil, construye un laberinto indescifrable dentro de las divagaciones, inspirado en el rosetón que adorna la oreja y accede a tocarla, así como nunca antes lo había hecho.

Hay una enorme brecha entre ellos dos, pues ella es música por excelencia, él sólo sabe que esas cuerdas producen sonidos que no sabe operar en coherencia. Mas no hay duda que a cada grito que resuena de las entrañas de ella, una agonía de él se aferra para irse al fin de lo que no tiene registro.

En cada melodía desordenada que él oye de su cómplice, encuentra la calma que desahoga al ser de ese mar de engaño al que lo naufragó el amor. Con su mano derecha, sopla los hilos que responden con gorjeos dulces; con la izquierda puntea sin conciencia los caminos de bronce sobre los trastes, no le importa las reglas, ni quiere ser mejor que Santana, su infancia nunca le bisbiseó ser músico. Simplemente está suturando la laceración que dejó la otra noche en sus sentimientos.

Logra hacer canciones inconcretas, melodías únicas que alcanzan la cima de la abstracción. Sones incomprendidos, como la guitarra siempre postrada a su lado, como su alma inmundamente enamorada.

Las notas musicales en esta ocasión fueron enviadas a la ignorancia porque ellas lo merecían. Esta noche no hay cabida para los guiones y las cortesías; él, esta noche tranquila, está haciendo música incorrecta.