Por: Christian Lozano López

Se llamaba José. Comúnmente acompañado por el don. “Don José” por aquí, “don José” por allá. Entre los caminos de la vereda siempre saltaban saludos del vecindario, cuando él pasaba por las trochas pintadas con el color del corazón de las montañas. Don José ya no está.

Hace unos tantos bisiestos había construido un trapiche al lado de su casita, en la finca que le dieron por hogar su taita y su mita desde el día del nacimiento. Ahí se dedicaba juiciosamente a hacer panelas con melado de caña de azúcar, de la que cultivaban en las parcelas traseras que completaban el patrimonio familiar. Hacía unas doscientas semanales.

Vendía unas tantas a sus vecinos de la vereda, otras en las tienditas del casco urbano del pueblo vecino del macizo colombiano. Pero la mayoría siempre las mandaba para Popayán, luego de hacer un trato con un comerciante de la galería del barrio Bolívar, que le pagaba con la puntualidad de la religión todos los viernes a las 3:00 p.m. a través del correo. Su negocio era próspero. Por lo menos así lo consideraba José, que lograba llevar sustento para llenar bocas de Rosa, Jairo, Adriana y Fernando, en épocas donde el machismo era arancel de la cotidianidad.

Con el pasar de algunos diciembres, se volvía constante en los oídos de don José el rumor de la consolidación del Valle del Cauca como territorio azucarero y reino del monocultivo. Producción acelerada que incluyó dentro de sus emprendimientos la venta del derivado que ocupaba tanto al campesino del Cauca. Trapiches industriales, producción en masa, hectáreas y hectáreas de caña, plantas automatizadas. Una competencia difícil de sostener.

Don José tuvo que bajarle al acelere. Redujo la cantidad de panelas, porque el comerciante de Popayán cada vez le compraba menos. Hasta que llegó el avisado momento cuando en el correo ya no llegó más plata sino una constancia del fin del trueque. Con la berraquera inculcada en su cultura, la colombiana, don José se reinventó cuando la palabra no era moda por pandemias. Restó cultivos de caña y plantó arbolitos de café. La promesa de un país cafetero para el mundo le llenó de positivismo las ideas.

Nueva bonanza y promesa de buen vivir. Pero, como en cualquier país inestable e inseguro, el sueño del café caucano no fue posible.

A la vereda de don José un día llegó, como en búsqueda de trinchera, un grupo de hombres y mujeres armadas. Cargaban miradas amenazantes y debajo, sendos fusiles. Por esos ojos disparaban odio, tristeza, desarraigo y crueldad.

Decían que su lucha armada necesitaba sustento y que, ahora, todas y todos en la vereda debían aportar a su causa. En caso contrario, quedó explícita la obligación de aportar el cuerpo al abono de la tierra.

Ya no era caña ni café. Se abría un nuevo mar con pocas opciones tras la imposición de los cultivos de coca. Don José sí pudo elegir, claro que sí: entre la siembra de una mata ancestral y el entierro de su familia entera. Rosa, Jairo, Adriana y don José entendían que la culpa no era de la coca. Un poco menos de los pastores del “plata o plomo”. Sabían que lo que hacía mágico y boyante el negocio de los narcóticos era su prohibición. Moralismo inculcado por la gente de arriba. No necesariamente de las jerarquías criollas, sino de la cabeza del continente.

Don José le aportó mucho a la causa armada desde la imposición. Cultivaba y cuidaba bien de la coca. No era el único. En la vereda ya nadie se dedicaba a otros cultivos, sino a ese. Los enseres ya no se cosechaban, sino que se compraban con la plata que les pagaba el grupo armado por la materia prima del polvo blanco vuelto sensación en las fiestas del primer mundo.

Con las hojas de coca que les sobraban, los habitantes de la población aprendieron a hacer varios alimentos, como galletas, especias, bebidas y medicamentos. Pero cocaína, ahí jamás vieron. Esa la producían con sus hojas en otra parte que ellos desconocían y que no se atrevían a preguntar.

Un día de abril, las y los campesinos de la zona vieron llegar a sus casas lo que solamente habían escuchado por televisión. La presencia del Estado por medio de los uniformados. Más fusiles. Hubo enfrentamientos entre el Ejército y el grupo armado comprador de coca en algunas montañas más lejos de ahí. Luego vinieron a la vereda otra vez los de la patria y dijeron que se tenían que llevar a los “narcos-terroristas”.

La vereda siempre fue muy tranquila, pero ahora todas las personas de la comunidad se enteraban que don José y la mayoría de sus vecinos eran delincuentes. Nunca los vieron así hasta ese momento, cuando el Estado los sacó a la fuerza de sus casas.

Don José se enojó. Le parecía injusto que de la noche a la mañana era criminal por cultivar forzosamente una dócil hoja. Hizo saber a los cuatro vientos su punto de vista y la respuesta de la guerra fue matar a la rebelión. Don José fue un guerrillero dado de baja. Por lo menos, así lo dio a conocer el reporte de las Fuerzas Armadas.

Los consumidores de noticias se dieron cuenta que en el Cauca murió un guerrillero narcotraficante; pero nunca se tuvo en cuenta que don José jamás cogió un fusil para rebelarse, ni mucho menos envió una sustancia considerada ilegal para ningún lado. Traficó panelas y se armaba de azadón.

Esta es una ficción, pero está untada de realidad.