Cuando entro al edificio veo que el ascensor está a punto de iniciar un viaje.  Pego una carrera

 y alcanzo a tomar la manija de la puerta, justo antes de que el aparato abandone el primer piso. 

Entro a él con actitud desafiante, con cara de ¡Ja! Pensaron que no me iba a alcanzar a subir o qué? Pues de malas. Nadie, Claro está, se percata de mi pataleta interna.

De forma automática entro en modo “persona que comparte un espacio cerrado y pequeño con extraños”, y evito el contacto visual con mis compañeras de viaje: Dos mujeres y una niña.

Mis ganas de hablar sobre el clima o cualquier otro tema comodín para entablar conversación con desconocidos son nulas, así que presiono el botón del piso al que me dirijo, me ubico en una esquina y clavo la mirada en el piso.

Segundos después de que el ascensor comienza a ascender, la niña comienza a canturrear una canción.  La observo y noto que se está mirando en el espejo, mientras ejecuta un baile.  A ratos deja de cantar y dice frases cortas ininteligibles, parece que sostuviera una conversación con su reflejo. 

Es rubia y lleva el pelo cogido en una cola, de la que algunos mechones necios logran escapar, para caer sobre su frente y hacia los lados.

“Mira cómo estás Sofia, pareces una loquita” le dice su madre, al tiempo que trata de arreglarle el pelo.  La niña le responde con una sonrisa y vuelve al instante a su juego, su mundo, o a lo que sea que esté haciendo y que solo ella entiende.  Puede parecer una posición egoísta, pero, creo, dista mucho de la locura.

La niña lleva un vestido blanco con encajes y un saco de color verde pastel que hace juego con su color de pelo. 

Su vocecita se atreve a quebrar el silencio sepulcral que guarda ese ataúd andante, que no se cansa de transportar personas de arriba a abajo todo el día.

La otra mujer rompe mi código de comportamiento en un ascensor, y le lanza una pregunta a Sofía con desparpajo:

 “¿Cuántos años tienes?”, dice, y me mira como para que refuerce su frase con un comentario.  Fiel a mis principios, continúo callado y vuelvo a mirar hacia el piso.

“Seis y medio” le responde Sofía mirándola por el espejo y sin dejar de moverse de un lado a otro.

La mujer contraataca.

“ ¿Y cuánto te falta para cumplir años?”

“El uno de octubre”, responde la niña de inmediato, como si supiera que la mujer le iba a hacer esa pregunta, y con una sonrisa que podría acabar con la tristeza del planeta; como si su cumpleaños fuera lo único que en verdad importara en este mundo loco.