Por: Giovanni Sánchez

El empleo de bulteador en la plaza de mercado le había ocasionado a Analías una escoliosis y dolores constantes en sus rodillas, los cuales eran imposibles de disminuir con analgésicos. Sumado con la negligencia de la EPS (régimen subsidiado) a la que pertenecía. 

Su edad ya no le permitía trabajar de manera eficaz, por lo tanto ya no era útil para el ‘patrón’, y este tomaba la decisión de pagarle lo de los bultos cargados y descargados. Al poco tiempo, lo despidió de la manera indirecta y usual de quienes brindan empleo en un trabajo informal: “yo lo llamo cualquier cosa”.

Con esas palabras, Analías era un desempleado más, por ende los gastos económicos quedaban en manos de su mujer Raquel -quien se desempeñaba como vendedora en un granero, y su hijo Jorge que trabajaba en una fotocopiadora en jornada contraria a la estudiantil. Jorge ya estaba por culminar su último año de bachillerato, ya casi cumpliría la mayoría de edad y su compromiso en la Universidad iba a ser mucho más exigente, la ingeniería agronómica ocuparía la mayor parte de su tiempo.

Desesperado, con el agua y los insolentes ‘gota a gota’ hasta el cuello, Analías se dirige a la Galería la Esmeralda en busca de empleo. Allí encuentra a ‘Don Carlos’, un comerciante de 66 años, a quien el terremoto del 31 de marzo de 1983, le arrebató las vidas de su hijo menor y su esposa. ‘Don Carlos’ apoyado en su bastón, mira de arriba hacia abajo a Analías, y nota que uno de sus hombros está más arriba que otro. “Su columna parece un S, dice por dentro Don Carlos”, y es cuando interpreta que Analías no es apto para trabajar en la bodega de telas. La cara de agobio y desespero hablan por Analías, y al final Don Carlos decide darle un puesto en la bodega. Ahora el trabajo de Analías será ayudar a extender las telas, para que los operadores de máquina las corten. A diferencia del trabajo de bulteador, en esta nueva labor recibía un mínimo, le pagaban seguridad social, pero la jornada era más extensa, con un total de once horas de lunes a viernes, y seis horas los sábados y festivos.

Por otro lado, su hijo Jorge iniciaba sus estudios universitarios en una Universidad Pública, gracias a su puntaje del Icfes, al hecho de ser víctima del conflicto armado y también a la gestión de la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas. Jorge salía temprano en su moto c90, la cual había comprado en $300.000 -sin papeles y sin un espejo, desde su residencia ubicada en el barrio las Vegas. Un barrio que se creó debido al asentamiento de varias familias, las cuales fueron construyendo sus casas con tablas, guaduas, techos de zinc y publicidad de políticos en plástico para tapar las goteras. Publicidad de los mismos políticos que les prometían a los habitantes del sector: casas, alumbrado y agua potable. Ya en la universidad que quedaba a las afueras de la ciudad, a Jorge le tocaba estudiar y pensar con hambre, y decidir si comer una empanada en toda la jornada estudiantil, sacar fotocopias o tanquear la moto con la tarifa mínima; cualquier peso que descompletara representaba una necesidad para su hogar.

Para esta familia y muchas otras que han sido víctimas del conflicto armado, sus intereses más grandes son sobrevivir, vencer la precariedad, el olvido del Estado y la indiferencia de quienes no saben todo lo que implica el conflicto.