Por: Juan Manuel Rodríguez B.

Es Sábado y son las 10 de la noche.  Después de una semana de vacaciones, Pedro Ackerman se prepara para regresar a casa. 

Siempre que lo hace, le gusta sentarse en un puesto que da a la ventana del lado derecho del avión, el otro es de mala suerte, solo porque le gusta ver cómo la aeronave se desprende del suelo.

En esta ocasión llegó tarde al aeropuerto, y el puesto que le quedó asignado fue uno del lado que le agrada, pero en la mitad.

“¡Maldita sea!”, exclama mentalmente.  Ya en el avión, y pasados unos minutos, nadie se ha sentado en el puesto de la ventana, y Ackerman espera poder reclamarlo cuando despegue. Como hace calor, aprovecha para quitarse la chaqueta.

Fantasea con la idea de que una mujer atractiva va a ocupar el asiento de la ventana y conversará con ella durante todo el vuelo. Al final intercambian teléfonos, para luego involucrarse sentimentalmente.

“Permiso”, le dice alguien en medio de ese torbellino de pensamientos.  Ackerman levanta la mirada y ve a un hombre de barba poblada, gafas negras, y que lleva un morral al hombro. Como siempre, el territorio de la realidad sobrepasa el de la fantasía.

Apenas se sienta el hombre, lo llamaremos El Barbas, le dice algo que no alcanza a entender.  Ackerman lo mira y le sonríe. “Mejor aféitese imbécil”, piensa lleno de rabia.

Después de que las pantallas al respaldo de cada asiento muestran el video sobre qué se debe hacer en caso de emergenciasabe que no va a pasar nada porque quedó en el lado bueno—, el avión despega y se enciende el aire acondicionado.

Ackerman ahora siente frío y hace malabares para volver a ponerse la chaqueta, sin golpear a sus compañeros de fila.  Luego baja el apoyabrazos que comparte con El Barbas, y reposa su brazo derecho en él.

Tiempo después estira ese mismo brazo para encender la pantalla, y cuando lo va a devolver a la posición original, se da cuenta de que El Barbas ocupa todo el apoyabrazos con su brazo izquierdo.

“¿Quién carajos se cree?”, piensa, mientras lo mira de reojo.  El asunto es complicado.  Si se mira bien, el apoyabrazos es un territorio que le corresponde tanto a él como a El Barbas, pero en ese momento eso le tiene sin cuidado. “Si yo fui el que lo bajé, tengo más derecho a utilizarlo”, piensa.  

El Barbas continúa ocupando ese territorio, mientras Ackerman se siente ridículo con su brazo derecho volando por ahí.

El Barbas abre su morral, saca un computador portátil y se pone a editar la foto de una mujer en traje de baño, como la que Ackerman esperaba que se sentara a su lado.   

Ahora El Barbas vuelve a buscar algo en el morral, se distrae, deja libre el territorio en disputa, y Ackerman aprovecha para volver a reclamarlo.

 Luego, El Barbas intenta volver a tomarlo con su brazo izquierdo, pero ahora le pertenece a Ackerman, que piensa: “¿Quién está incómodo ahora?”.

La misma dinámica se presenta durante todo el vuelo, y solo en un par de ocasiones llegaron a un acuerdo y descansaron sus brazos al tiempo, sin incomodarse el uno al otro. Cuando el vuelo por fin termina, Ackerman piensa que en la retahíla de “En caso de emergencia”, también deberían mencionar algo sobre el uso y derecho de utilizar los apoyabrazos de las sillas.