Llevo un amable recordatorio en el cuello a la altura de la garganta.

Una cicatriz, producto de una traqueostomía: una pequeña incisión que permite el paso del aire a los pulmones.

Está ahí, porque hace muchos años me caí de un bus y me golpeé la cabeza.

No sé qué fue lo que pasó, pues sufro de amnesia postraumática: el evento fue tan fuerte que mi mente lo borró, o lo alojó en sus abismos para evitar repasarlo. Espero que se quede allá.

Cuando veo la cicatriz recuerdo a qué se debe, y los días que pasé en el hospital. 

Cuenta Irene Vallejo, en su Infinito en un Junco, que nuestra piel es como una gran página en blanco, y que poco a poco el tiempo va escribiendo su historia en ella. La escritora española concluye que todo ese conjunto de cicatrices, arrugas y manchas, de cierta forma relatan nuestras vidas.  

Cuando digo recuerdo es solo en parte, pues caí en coma por más de 15 días.  Dos semanas y un poco más borradas de mi existencia.  Dicen que dormir es morir un poco, en fin.

Supongo que para mí fue fácil.  No me enteré de nada de lo que sucedía y no sufrí ningún tipo de angustia, eso espero, por la gravedad de mi estado. Supongo que a raíz del accidente tendré algunos rayes psicológicos, pero ¿acaso quién no?

Tampoco vi ninguna luz intensa ni sentí que flotara fuera de mi cuerpo, o alguno de esos síntomas de experiencias cercanas a la muerte. Menos mal, que susto experimentar algo de eso, ¿no creen?

En cambio, no alcanzo a imaginar lo devastador que debió haber sido para mi familia.  Días cargados de angustia, de la casa al hospital y viceversa, a la espera de oír buenas noticias sobre le evolución de mi estado.

Los médicos decían que era un 50/50. Tenía un pie en la vida y el otro en la muerte. Todo ese tiempo hice equilibrio en la cuerda floja de la existencia.

Imagino que mis padres y hermanos, adoptaron diferentes mecanismos de supervivencia para poder sobrellevar la situación sin derrumbarse, y continuar con sus vidas y rutinas.

El que adoptó mi hermana mayor me gustó mucho.  Ella decidió, cada vez que llegaba a su apartamento después del trabajo, contarme esos días escribiendo en una libreta.

En ella siempre se dirigía a mí y me narraba cosas que le pasaban a ella en su día a día o eventos del mundo.

Por ejemplo, en una de las entradas me contó sobre el carro que se había comprado, y los paseos que íbamos a dar en él apenas me recuperara.  También anotaba todo lo que el equipo de médicos decía: si movía los ojos, un dedo, etc.

Solo he visto ese diario una vez, y en esa ocasión solo hojeé deprisa unos cuantos apartes. Siento que hace parte de un momento privado de mi hermana.

En su ensayo Acerca de llevar una libreta, Joan Didion cuenta que esos ejercicios de registrar las experiencias propias no son para consumo público, sino que resultan ser un indiscriminado y errático montaje, que solo tiene sentido para su creador.

Cobra sentido lo que dice Juan José Millás: “la escritura es como el bisturí eléctrico de mi padre, abre y cauteriza al mismo tiempo las heridas”.

A veces pienso que si estoy vivo se lo debo, en gran parte, a la buena energía que encierran las palabras de ese diario.