Por: Giovanni Sánchez

Su desgarradora historia ya hacía parte del Centro Nacional de Memoria Histórica, y podía ser presentada en un proyecto audiovisual a manera de cortometraje, largometraje o documental, pero quizá, no era digna.

Era un caso más que aportaba a las cifras relacionadas con las víctimas y el conflicto armado, unas cifras que están entre ocho y diez millones. En realidad no les puedo dar un número exacto porque en diferentes fuentes consultadas, he podido constatar la inexactitud de las mismas, ya sea porque las víctimas crecen a diario o porque al Estado no les conviene que  investigadores y medios independientes, se percaten que el número de las víctimas equivale al triple de la población de un país como Uruguay –tres millones-.  

Víctimas son los asesinados, los que caen en campos minados, los líderes sociales, y los desplazados como Analías y su familia. Sé que solo va un poco más de un párrafo, y el lector ya puede notar como la palabra víctimas es reiterativa, y una de las más pronunciadas.

Continuando con la historia… Analías seguía desempeñado su labor en la fábrica de telas, un trabajo que le tocaba pero no le gustaba, era un colombiano más que ejercía una labor por necesidad y no por gusto. Estando ahí, las horas se le hacían eternas, el sonido de las máquinas le ocasionaba migraña, y su jefe era una persona déspota. De esos jefes que piensan que tienen robots en vez de trabajadores, de esos que no le importa decirle a un trabajador que la jornada se extiende hasta las siete u ocho de la noche -cuando el horario es hasta las seis-, de esos que por el afán de producir, no les permite ingerir los alimentos sino ‘engullirlos’ para salir con el estómago ‘enjampado’ (inflamado) de reflujo y gases, a trabajar. Estaba aburrido, ‘mamado como se dice aquí en Colombia’, pero en las deudas, la necesidad y la comida de ese tipo de colombianos  –que son casi el 50%-,  está la resignación: algo es algo peor es nada, así la jornada laboral sea un tormento.

Con el mínimo que ganaban él y su mujer, y el pago que recibía su hijo Jorge en la fotocopiadora; a Raquel le tocaba sacar los dotes de contador, economista y administrador para echar papel y lápiz: tanto para los recibos, para la comida, para los transportes a los trabajos y si nos queda alguito, para salir a comer  –plan que no era de cada ocho días-. Mientras su hijo hacía sonar la alcancía, que había comprado en un remate y empezaba a sacar cuentas para reemplazar sus zapatillas despegadas por otras en buen estado. Otra cosa más que les había enseñado el desplazamiento forzado: la educación financiera.

Pero algo no cuadraba, ella siempre se quedaba corta de dinero y era la que más invertía en los gastos del hogar, y las cuentas no le daba con lo que le pasaba Analías. En realidad, Raquel no sabía que el descuadre estaba en los gastos de Analías en los billares, juegos de sapo, griles (clubes de vida nocturna), compañías de mujeres que ejercen el trabajo más antiguo del mundo y cajetillas de cigarrillo. En el campo, Analías estaba acostumbrado a tomar chicha viernes, sábado y domingo, pero en la Ciudad había cogido la costumbre de hacerlo a diario cuando salía de trabajo, para relajarse y tratar de borrar las imágenes que el desplazamiento le habían dejado en su mente y en su corazón. La botella y la mesa le servían de hombros para llorar.

Los diarios de prestigio a nivel nacional e internacional y las canales televisivos manejan una estadística, y los Gobiernos de Pastrana, Uribe, Santos y Duque –los tres primeros con métodos diferentes de tranzar y proceder con grupos terroristas-  otras. Pero lo cierto es que es en muchos casos –algunos de ellos-, no se han referido a millones sino a miles, cuando en más de 50 años de conflicto, el simple hecho de referirse a miles es una falta de respeto para la víctimas.