
La complejidad de la condición humana
Por: Edwin Arcos
En estos tiempos, donde el bullicio desenfrenado de la ciudad y las palabras banales se propagan como una epidemia, donde todos desean opinar sobre una gran variedad de temas sin importar sus conocimientos y experiencias, y donde todos pretenden tener una única verdad, el silencio emerge como un valioso aliciente que actúa como un calmante o escudo protector para nuestras almas perturbadas.
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Con el silencio, entonces, se logra una conexión más profunda con nuestro ser y con el mundo que nos rodea. En muchas ocasiones las palabras se vuelven superfluas para expresar nuestros sentimientos, o bien, como afirmaba Julio Cortázar: “Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma”. O simplemente, a través del silencio, encontramos ese estado de introspección del que hablaba Virginia Woolf: “Mejor es el silencio… Déjenme sentarme con las cosas desnudas, esta taza de café, este cuchillo, este tenedor, cosas en sí mismas, siendo yo misma”.
Por otro lado, está el silencio que proviene de una persona que ha caminado por el laberinto del suicidio. En este punto, la voz cambia radicalmente. Su silencio nos lleva a preguntarnos: ¿Cómo fueron sus últimos quince minutos con vida? Y con esa pregunta surgen miles de inquietudes más. El doliente o el pariente del suicida, desearía tener respuestas para todas ellas, o al menos para la mitad, pero ni siquiera puede obtener la respuesta a una sola pregunta. Queda, por lo tanto, la impotencia, porque nadie pudo sospechar que en la mente del suicida rondaban esos pensamientos sombríos que desencadenaron su acción. ¿Cuál fue el detonante de su decisión?
Y lo peor es cuando el suicida no deja algo para explicar el motivo de su acto, como una carta, un mensaje por correo electrónico, un escrito en un diario, una publicación en alguna red social, o un mensaje por WhatsApp o Telegram. Ni siquiera dejó unas pocas palabras escritas en el cielo con sangre, ni un reloj marcando la hora en que se fue. No dejó absolutamente nada. Aquí, su silencio pesa como una piedra. Y no es suficiente recordar el poema El Suicida de Raúl Gómez Jattin para tranquilizar el corazón afligido del doliente: “Airoso en su galope / Levantó la mano armada / Hasta su sien / Y disparó: / Suave derrumbe / Del caballo al suelo / Doblado sobre un muslo / Cayó / Y sin un solo gemido / Se fue a galopar / A las praderas del cielo”.
Así pues, vemos que en el silencio hay dos miradas: una que es capaz de brindar tranquilidad e invita al autoanálisis y la contemplación; y la otra, que puede volverse angustiosa y cargada de interrogantes, dependiendo del contexto en el que se presente. Esta dualidad del silencio nos recuerda, una vez más, la complejidad de la condición humana, donde el simple acto de enmudecer puede adquirir diversos significados. Por esta razón, es necesario pensar que detrás del silencio, también se encuentran historias profundamente confusas que merecen nuestra atención.
Finalmente, el silencio nos estimula a escuchar no solo las palabras no pronunciadas, sino también a acompañar a esas almas que luchan día a día por desenmascarar sus preocupaciones más íntimas, y de esta manera, evitar cualquier mala decisión.
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