Juan Manuel Rodríguez Bocanegra
@Vieleicht

“Toda tu vida depende de lo insaciable que sea el niño que llevas dentro”, dice el escritor Juan José Millás en su novela Tonto, muerto, bastardo e invisible.

Imagino que cada uno de nosotros nace con el mismo nivel de insaciabilidad, pero a medida que crecemos, muchos de los patrones rígidos de la vida, qué sé yo: conductas impuestas por nuestras familias, la religión, el trabajo, la educación, las diferentes rutinas, solo por nombrar algunas, nos van amoldando a su manera.

En otras palabras, es como si naciéramos con una chispa creativa, que nos permite hacer infinidad de labores, pero que a medida que crecemos se va extinguiendo.

Interesados por este tema, y buscando formas para medir el potencial creativo de los científicos e ingenieros de cohetes, los doctores George Land y Beth Jarman de la Nasa, diseñaron una prueba para medir la capacidad de pensamiento divergente y creativo.

Con el fin de saber que pasaría con los resultados de las pruebas, al aplicárselas a un grupo de personas más diverso y joven, decidieron escoger uno de 1600 niños de 4 a 5 años. El resultado fue sorprendente: el 98% resultaron ser genios creativos.

5 años después, de ese mismo grupo, solo el 30% obtuvo la misma puntuación de genio. Luego, al llegar a la adolescencia, tan solo el 12% lo eran.

También le hicieron la misma prueba a un grupo de adultos y los resultados fueron mucho peores: menos del 2% resultaron serlo.

En su libro El Peligro de estar cuerda, La escritora Rosa Montero cuenta:

“De niños, todos tenemos una imaginación selvática capaz de intuir infinidad de posibles formas de la realidad. La cabeza de un niño es como un torbellino locamente cableado, interconectado en todas las direcciones, pero al llegar a la pubertad, los neurotransmisores inhibidores de la corteza prefrontal se ponen a funcionar como posesos y apagan todas aquellas conexiones que no son claramente útiles para manejarnos en la vida.”

Concluye que ella tiene una cabeza como de quince años que a veces ronda por los diez.

Por otro lado, Ray Bradbury cuenta en Zen en el arte de Escribir, que cuando era pequeño lo enloquecían las historietas de ciencia ficción y las coleccionaba. Sus amigos se burlaban de él por eso, así que decidió romper las de Buck Rogers. Eso hizo que durara un mes sintiéndose vacío, hasta que un día no aguantó más y se puso a llorar.

Se preguntó qué le estaba pasando y la respuesta era clara: Buck Rogers había desaparecido de su vida y no valía la pena seguir viviendo. Desde ese entonces Bradbury nunca le prestó atención a quienes criticaban su gusto por los viajes espaciales, los espectáculos secundarios de circo o los gorilas. “Soy el hombre con el niño dentro que recuerda todo”, concluye.

Debemos, creo, reservar un poco de la locura de la niñez para la vida adulta, ¿para qué?, para afrontar la realidad de forma más creativa, para iterar una y otra vez cuando las cosas no nos salen ni a la primera ni a la segunda o a la tercera, incluso ni a la a cuarta.

El coro de la canción Never Die de Creed, creo, resume bien el tema de esta columna:

So let the children play
Inside your heart always
And death you will defy
‘Cause your youth will never die
Never die