Miedos de niños… y de adultos.

Por: Óscar Mauricio Castro

Corría el año 1997, donde un pequeño niño de 8 años ingresaba a un baño lleno de azulejos y baldosas blancas.

El niño comenzó a observar cómo los grifos enloquecían de un momento a otro, cambiando de tamaños y moviéndose en direcciones aleatorias mientras aumentaba la presión del agua. Las tuberías, a su vez, mientras crecían, comenzaban a dirigirse en dirección al niño con la intención de encerrarlo entre los tubos de acero de dichos grifos.

El niño en algún momento logra zafarse y correr algunos metros, pero cae en la mitad de un salón rodeado de duchas en un gran cubo sin ninguna puerta o salida a la vista; está atrapado en un espacio grande donde cabrían sin problema unas treinta personas.

Mientras el pequeño niño temblaba por una mezcla de miedo y frío, vio cómo unos dedos blancos comenzaban a emerger del grifo central del baño. Luego de los dedos, salió una mano de un ser que parecía un payaso. Con un traje de colores (donde sobresalía el amarillo y el azul), el payaso fue volteando su cara lentamente en dirección al niño, generándole una gran confusión, que en un breve momento pasó a ser pánico.

El payaso miró fijamente al niño y luego de una risa burlona estridente, comenzó por abrir sus fauces mostrando unos dientes repugnantes que terminaban en punta, mientras sus ojos se blanqueaban por el esfuerzo… En ese momento mi madre, que estaba cerca de mí, al ver dicha escena en la televisión, decidió taparme los ojos y apagar rápidamente el televisor para no provocar en mí un trauma por el shock de lo que acababa de presenciar.

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A pesar del esfuerzo de mi madre, ese recuerdo nunca se borró y me generó un miedo indescriptible hacia los payasos. Cada fiesta, cada promoción de supermercados… Incluso llegué a temerle tanto a los payasos que anunciaban almuerzos en lugares populares, que tuve que evitar numerosas salidas con los compañeros de oficina, ganándome una inmerecida reputación de tacaño. Pero bueno, era ser tacaño o tener coulrofobia, el nombre elegante del miedo a los payasos.

Los payasos me hacían temblar, mirar hacia el piso y no levantar la mirada. Ese frío en el cuerpo nunca se me fue. Afortunadamente, para mis intereses los payasos fueron perdiendo popularidad hasta ser difícil hoy en día ver alguno.

¡Hasta hace una semana! Y esto pasó debido a un accidente común en películas románticas, donde el chico se enamora de la chica y el destino los junta en un ascensor detenido por cortes intempestivos de luz, donde el amor renace sobre el pánico.

En mi recuerdo de aquel día, me dirigía al piso once, tomé el ascensor en el lobby de la empresa, el cual estaba atípicamente vacío.

El ascensor abrió su puerta, entré y oprimí el botón del piso once. Cerró sus puertas y comenzó a subir. Luego de unos segundos, paró en el piso tres y de inmediato vi la silueta de un payaso con un traje amarillo con azul, pelo rojo y cara blanca, muy similar al de la película que vi de niño.

Con un saludo de buenos días, el payaso ingresó al ascensor. Le respondí el saludo temblando de miedo, pero intentando ser cortés y no mostrar, en la mayor medida de lo posible, mi latente pánico y terror.

Me quedé mirando al piso, rezando para que el ascensor subiese rápido o para que, al menos, ingresara alguien para sentirme apoyado. ¡Pero pasó algo peor!

El ascensor se detuvo abruptamente, la luz se puso tenue y todo quedó en silencio. En un momento, la voz del altavoz del sistema de emergencia del ascensor con un tono seco dijo:

“Les solicitamos paciencia, la energía se ha cortado, pero gracias a la planta recuperaremos el flujo normal en aproximadamente 10 minutos. Si están dentro de un ascensor, mantengan la calma que en breve abriremos las puertas. Feliz día”.

El mensaje de “solo serán 10 minutos” para mí se entendió como 10 años.

Mientras trataba de mantener la calma, dirigí la mirada levemente hacia la derecha, donde se encontraba el payaso.

Para mi sorpresa, lo vi sentado agarrándose las rodillas y moviéndose como un niño en estado de ansiedad. Susurraba “hoy no voy a morir… hoy no voy a morir… hoy no voy a morir”, levantando carcajadas a gran volumen.

Cuando quise decirle unas palabras para calmarlo venciendo mis temores, el payaso continuó riéndose de manera estrepitosa, similar al payaso de la película de mi infancia.

En ese momento solo pude ponerme pálido y acomodarme con los brazos extendidos en el rincón del ascensor. El sujeto seguía riéndose y diciendo: “hoy no voy a morir”… Luego de una última risa, volteó violentamente su cabeza hacia donde me encontraba y me preguntó:

“Y si morimos hoy, ¿tu irías al cielo?” Estaba a una risa del payaso para desmayarme, pero con algo de fuerza, le dije: “No piense estupideces que de esta salimos” El payaso se levantó y me agarró de la camisa para decirme lentamente: “Del destino no podemos escaparnos, hoy puede ser el último día de tu vida”.

Lo miré a los ojos y en su mirada fría podía deducirse la actitud de un hombre al que el miedo lo había transformado en un ser frío y sin emociones.

Mi reacción fue empujarlo y ponerme en actitud defensiva. El payaso se levantó y seguía riéndose estrepitosamente, y comenzó a señalarme sin decirme nada. No sé cómo pasé del miedo a la adrenalina con la intención de matarme a golpes con un tipo asustado vestido como mi trauma infantil; supongo que si lo golpeaba, vencería de cierta manera mi miedo. El payaso sacó de su bolsillo un lapicero que puso en actitud de espada, me estaba apuntando, pero ya me encontraba tan metido en el asunto, que solo me bastaba esperar que lanzara el primer golpe para reaccionar.

El payaso lanzó el primero y pude esquivarlo, lancé una patada que detuvo con un brazo y volvimos a la posición inicial de mirarnos y esperar quién daba el siguiente golpe.

En ese instante la luz volvió y, mientras nos mirábamos y analizábamos con la luz encendida, el ascensor comenzaba a subir nuevamente… Solo podía pensar en lo patéticos que nos veíamos.

El payaso era un pobre tipo de no más de 20 años aún con acné en su cara, se notaba que este trabajo era algo por necesidad, y me sentí tremendamente mal por querer golpearlo y no haber intentado calmarlo de una mejor manera.

Así que simplemente me abalancé sobre él y lo abracé disculpándome por mi reacción. El payaso la aceptó, y esperamos serenamente hasta que pudieran abrir la puerta.

Una vez la puerta se abrió en el piso diez, el payaso siguió su camino mientras yo continuaba un piso más arriba. Sentado en mi cubículo, la señora que nos brinda el café todas las mañanas y con quien suelo charlar un rato cada vez que nos sirve una taza, me comentaba que en el piso inferior se estaba realizando una fiesta pero que tuvieron que echar al payaso de la celebración porque su risa estaba espantando a los niños. En sus palabras, la señora me dijo:

“A Esos niños ya no les gusta nada. Los payasos son chistosos. En mi caso le tengo más miedo al ascensor del edificio que viene haciendo ruidos extraños desde la semana pasada; ese sí es un miedo real… El payaso es solo un pobre pendejo que está tratando de hacerse lo del arriendo, bobos que son los miedos de los niños… ¿cierto, mano?”

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