octubre 2, 2019

Por: Laura González.

Historias que se convirtieron en juegos,
momentos que ninguna consola podrá borrar

La infancia de hogaño y sus actividades de divertimento han sufrido transformaciones. Aquellos juegos que solían proporcionarnos satisfacción han quedado relegados en la memoria de los que somos un poco mayores.

La adrenalina, sensación imperativa que perseguimos en nuestros primeros años, quedaba saciada embarcándonos en un viaje temerario y fascinante a bordo de los carritos de balineras; quienes vivimos en loma sabemos lo riesgoso y excitante que era. El peligro era inminente, podría ser mortal, pero la mofa de nuestros amigos era brutal.

Para los más sedentarios las adivinanzas, trabalenguas, triqui, lotería, damas chinas, parqués, domino, cartas y el popular Tamagotchi eran la solución, y por supuesto mi preferido: Stop, pues ganaba el más listo y raudo al escribir. Otras opciones eran jugar a la Oca, Twister, tazos para ganar los del contrincante, y los futuros negociantes se decantaban por el Monopoly o Tío Rico.

Llegar al cielo, súmmum objetivo de la rayuela sin tocar raya, pues las normas eran claras y se tomaban con toda la seriedad; más si querías contactar con el firmamento, elevar cometa era lo más liberador, complejo y efectivo.

Los hijos únicos y cusumbos solos, teníamos muchas alternativas, (amigos imaginarios), a falta de integrantes, podíamos movernos con el Hula Hula, tan difícil para muchos (me incluyo), el balero para la motricidad y la puntería. Otros juegos muy chéveres eran el trompo y el yoyo, con este último sí que me enganché bastante, pero fracasé de manera ruinosa en maniobras como el columpio y otras proezas de los duchos en la materia.

Mi primer contacto con actividades de “alto riesgo” fueron con patines de cuatro ruedas, los cuales me encantaban, pero nunca tuve la experticia de emplear los frenos delanteros. Siempre quise tener una patineta, pero la recesión estaba tenaz y la verdadera felicidad se me reveló a mis seis años cuando me compraron una súper bicicleta, en la cual me inicié con esas penosas ruedas de apoyo, pero para desenvainarme de la vergüenza que me generaban, aprendí a fuerza, con muchos porrazos y con la desconfianza que evocaba esa frase del tío gritando a la distancia “- ¡Va sola!”; que cosa más pavorosa. Tomábamos bolis y refrescos, pero previendo nuevos juegos pa’ la cuadra, guardábamos las tapas y con ellas nos entreteníamos tanto, que quedaba anulada la noción del tiempo.

Todo niño quería precipitarse a la adultez y para tal propósito, simulábamos jugar billar con las canicas; esas imperfecciones, hoyos y hendiduras del pavimento no tenían desperdicio.

La justicia e igualdad eran reglas intocables para emprender cualquier aventura grupal y para tal cometido, nada más democrático que echarlo a cara y sello o a piedra, papel o tijera, ya fuera para jugar carreras, la gallina ciega, carrera de costales, ponchado, carretilla, lobo está, el gato y el ratón, policías y ladrones, la lleva, la liebre, la elección de equipos para ángeles y diablitos, tirar la soga, saltar lazo, carreras de natación, escondite y mi favorito, kickball.

De cualquier manera, la tecnología ha diversificado la oferta y se puso en boga Mario Bros, Packman, Atari, etc., mientras yo me devanaba los sesos con el Tetris, Spider y el cubo Rubik y también desafiaba a mi tío a pulzos y haciendo lagartijas al mejor estilo militar. A discreción, atención, ¡FIR…!