7-octubre-2020.

Camila es una mujer alta, delgada y de pelo negro.  Estudió literatura, porque su sueño era llegar a ser una gran novelista, pero durante la carrera se sintió desanimada, pues muchos de sus compañeros no compartían su pasión por las letras, sino que parecían estar ahí porque no habían querido estudiar nada que tuviera que ver con números o finanzas.   

Eso, sumado a decepciones amorosas, problemas de dinero en su casa y quebrantos de salud, hizo que, desde aquel entonces, comenzara a tener rabia hacia el mundo, la vida, el universo o el destino.

Ahora, aunque Camila dedica gran parte de su tiempo a escribir, no es la novelista que soñó ser, y ocupa un cargo administrativo en el gobierno. Como no sabe quién o qué es el encargado de sus “desgracias”, trata de repartir el odio que lleva almacenado como mejor le parece.

Un lugar perfecto para desatar su rabia y expresar su constante indignación son las redes sociales. Allí, con un simple puñado de palabras, a modo de dardos venenosos, puede cazar una pelea con una persona que se encuentra en cualquier rincón del planeta.    

Su cuerpo y psique no aguantaron ese trajín. Se le ha empezado a caer el pelo, y desde que se levanta siente angustia, como si estuviera caminando por el borde de un precipicio.

Tomó, en medio de un estado de calma, la decisión de ir al siquiatra. “Vamos a ver qué es lo que me pasa”, pensó.  El doctor, un hombre risueño, de pelo ensortijado y cejas pobladas, le recetó unos ansiolíticos al tiempo que le recomendó visitar un centro de medicina china. Las píldoras le cayeron bien, pero sólo podía tomar una cada doce horas, y ese aspecto también la angustiaba; mejor vivir dopada a toda hora para aguantar el peso del mundo, pensaba.

Días después, en un arrebato de voluntad, decidió visitar el centro de medicina china.  Ya en el lugar, la calma y paz de quienes lo atendían, le hizo pensar que todos, al igual que ella, habían tomado pastillas para manejar los nervios, y eso le generó confianza.

“Por favor tome asiento, en media hora la va a atender el doctor Chǒu”, le dijo la recepcionista, una mujer que mascaba chicle como si el mundo se fuera a acabar. Camila se sentó en un sofá blanco tan blando que pareció tragársela, y dedicó la media hora a elucubrar fantasías de poca monta. Cuando había comenzado a cabecear, por fin escuchó que decían su nombre. El doctor Chǒu, un hombre que apenas rebasaba el metro y medio de estatura la esperaba de pie. Llevaba una bata blanca que le quedaba grande y anteojos redondos. Como sostenía unos papeles en sus manos, le indicó que siguiera a su consultorio con un ligero movimiento de cabeza.

Después del protocolo de una primera cita médica: nombre, edad, peso, motivo de la visita, etc. Chǒu le dijo que iban a tener 10 sesiones en las que él le iba a aplicar y enseñar masajes de acupresión. El doctor comenzó con los masajes ese mismo día y le explicó que el cuerpo era la mejor herramienta antiestrés. “Tan solo con masajear ciertas zonas o puntos, puedes aliviar todo tipo de males, tanto físicos como del alma”, le dijo.

La visita al centro de masajes lo valió todo, cuando Chǒu le explicó que si lo que deseaba era que todo le resbalara, que nada la indignara o preocupara, solo tenía que aplicar presión de forma suave en el punto 36 del meridiano de estómago, el punto de la divina indiferencia terrestre, ubicado a tres dedos debajo de la rótula.