1-noviembre-2019.

Por: John Alex López.

“El exilio, el cautiverio, la muerte que el hombre enmascara hábilmente en las épocas felices, eran los objetos perpetuos de nuestra preocupación, y sabíamos entonces que no son accidentes que uno pueda evitar, ni siquiera amenazas constantes pero exteriores, sino que debíamos ver en ellos nuestra suerte, nuestro destino, la fuente profunda de nuestra realidad de hombres”.
Jean Paul Sartre

Hace un tiempo llevo pensando en la idea de que a Colombia le hizo falta una verdadera dictadura para despertar una conciencia general, una dictadura con toda la intensidad y los métodos que utilizaron en países como Chile y Argentina durante la década de los 70’s y 80’s. Ahora, si tal hipótesis fuera plausible en estos tiempos y si se llegase a presentar un gobierno física y militarmente feroz, las mayorías lo aplaudirían con beneplácito sadomasoquista.

Frente a los últimos acontecimientos que han ocurrido en el cono sur, donde la indignación ha sido el cultivo para movilizaciones masivas, uno se pregunta ¿Qué carajos pasa con Colombia? un país que está a portas de una reforma laboral que pretende aumentar las semanas de cotización, la desvalorización salarial a los jóvenes,  además de la aprobación de un artículo que obliga a las Universidades públicas a ser la caja menor de las demandas contra el Estado, lo que representa un descalabro a la educación superior que el año pasado se movilizó nacionalmente y que ahora, ese sector se siente traicionado por el Gobierno frente a los acuerdos logrados en diciembre.

Pero la causa de este adormecimiento radica en un problema estructural mucho más complejo, un estado que durante mucho tiempo ha sido mezquino y miserable con su gente, ha obligado a que inconscientemente su gente también lo sea para sus conciudadanos, repitiendo como insignia la frase hobbesiana: “El hombre es un lobo para el hombre”.

Colombia no necesita un motivo para estallar, este país ha nacido convulsionado y ese ha sido su estado permanente; según lo reportado por INDEPAZ hasta el 8 de septiembre, 155 líderes sociales y defensores de Derechos Humanos han sido asesinados en lo que lleva corrido de este año, para un total de 777 desde la firma de los acuerdos de paz en el 2016. Además de un 2019 marcado por una contienda electoral que ha dejado siete candidatos asesinados, dos secuestrados y cinco atentados, lo que se ha convertido en un déjà vu hacia la tormentosa época de los 90´s. Hemos naturalizado la violencia como  forma de supervivencia personal e indiferencia masificada, hemos construido una república que calla y celebra los silencios más atroces, en donde unos pocos que se atreven a defender nuestros derechos son doblemente recriminados; primero por la fuerza estatal y luego son rematados por el cómodo chismorreo de las redes sociales, bajo la vieja y confiable formula del enemigo externo, esa ficción que nos ha vuelto manipulables y que hemos utilizado para ocultar nuestra crisis interna.

Recientemente los estudiantes se han vuelto a movilizar, y la respuesta del ESMAD tanto en Barranquilla, Medellín como a nivel nacional ha sido más fuerte y descarnada. Ellos, los que traen la indignación y la rabia a las calles de sórdidas ciudades ajenas frente a lo que pasa fuera de la urbe, ellos que son la punta de lanza de una generación más consciente y comunicativa, libran una lucha contra nuestro propio silencio. Guardo la ligera esperanza de que ellos y demás sectores y fuerzas sociales puedan refutar todo lo que he dicho en esta columna, superando sus propias contradicciones y divisiones sumidas el vaivén de eternas discusiones que se enfrascan en lo metodológico. Ojalá que con lo que pasó en Chile y Ecuador sirva como un impulso que hace tiempo está acumulado y que nos hemos negado a realizar, para que ese silencio sea ligero cristal y rompa con contundencia la tiranía de nosotros mismos.