31-marzo-2020.

Por: Cristhian Yarce.

En las actuales circunstancias del mundo es prácticamente imposible evitar la tentación de hablar sobre los problemas coyunturales que se desprenden de la crisis del coronavirus sin descuidar las discusiones de fondo que son más incómodas que la cuarentena. En términos del proverbio chino, a veces es difícil no ser el tonto que se fija en el dedo cuando el sabio señala la luna.

Tal vez uno de los temas que más cólera provoca sea la reflexión sobre la clase de Estado que tenemos y la imperativa necesidad de un modelo distinto, más allá de los tiempos del COVID19. Es allí donde revaluar la continuidad del neoliberalismo y volver los ojos a otras formas de Estado cobra especial relevancia, no solo para hacer frente a la pandemia, sino para responder preguntas esenciales sobre el proyecto de humanidad que visionamos, el enfoque que debe tener la economía para posibilitar la felicidad general, y las formas de consecución del anhelado equilibrio en la convivencia con la naturaleza y el cosmos.

De entrada, si se es un ciudadano del común, como lo somos el 99% de personas en el planeta que juntos no acumulamos más del 20% de la riqueza, según cifras de Oxfam, es fácil desdeñar el modelo neoliberal, en tanto que, como lo explicaba el maestro Otto Morales Benítez, se trata de una forma de capitalismo agresivo, cuya única ley es el mercado, que hace del consumismo una religión y del Estado un mero espectador que se reduce en la misma medida en que el mercado aumenta y los derechos se convierten en servicios que pueden ser prestados por particulares a quienes tengan con qué comprarlos.

En ese contexto, si la salud no es un derecho sino una mercancía, las probabilidades de mortalidad por adquirir coronavirus aumentan para la población vulnerable que no tiene con qué pagarla. No importa que Sarmiento Angulo “done” 20 millones de dólares para atender la crisis, o que el grupo económico “Diana” regale un millón de libras de arroz, porque a largo plazo esos recursos son insuficientes, y ante la temporalidad indefinida de esta enfermedad, los pobres siguen llevando del bulto si no hay una política prolongada de intervencionismo del Estado en la economía, que logre reconciliar las demandas del coronavirus con las exigencias de la población, y que una vez conjurado este asunto, defienda la vida y el interés común por encima de los intereses del sistema financiero sin quebrarlo.

Por desgracia, lo que ha pasado es que en pleno apogeo del estado de emergencia económica, social y ecológica, como consecuencia del COVID19, la decisión del gobierno fue profundizar el neoliberalismo expidiendo el Decreto Legislativo 444 de 2020, para apoyar la liquidez del sector bancario con los recursos de los entes territoriales y la plata de las pensiones de los trabajadores, en lugar de solventar al sector salud, que según el mismo gobierno nacional, no se encuentra físicamente preparado para asumir la pandemia.

Afortunadamente, en Colombia no hace falta una Asamblea Nacional Constituyente para darle vuelta a la política neoliberal de los últimos gobiernos, ni mucho menos se trata de transformar este en un Estado comunista como muchos piensan o hacen pensar a las masas; basta con que el gobierno aplique la Constitución y establezca dentro de sus prioridades una reducción seria de la desigualdad en todos sus ámbitos, que implique una protección y promoción del campesinado, un compromiso con la pequeña y la mediana empresa, una apertura de la participación democrática comunitaria, y que con sensatez y sin ego adopte los puntos acordados en la Habana, en los que lejos de cualquier mamertería fundamentalista, está la clave para gobernar esa Colombia profunda en la que la precariedad es el caldo de cultivo ideal para un virus como el que hoy nos ataca.