18-marzo-2020.

Por: Cristhian Yarce

En enero de 2020 se dio a conocer la noticia de que en China se manifestó una extraña enfermedad identificada como coronavirus o COVID-19, parecida a una gripa pero con capacidad letal. De acuerdo con el reporte diario presentado por la Universidad Johns Hopkins, a 16 de marzo, esa enfermedad que se veía lejana ocasionó la infección de 182.405 personas en 155 países, de las cuales murieron 7.154, razón suficiente para entender que la Organización Mundial de la Salud declarara el estado de emergencia de salud pública de interés internacional.

A pesar de que el porcentaje de mortalidad del virus es del 4%, el miedo que ha generado entre las masas de todos los países es similar a la ceguera blanca del ensayo de Saramago: se propaga a velocidades desconocidas y nos hace olvidar fácilmente la responsabilidad de tener ojos cuando el resto de la humanidad los ha perdido. Abundan videos de peleas por papel higiénico, imágenes de supermercados desabastecidos, gente en cuarentena interactuando desde sus ventanas, discursos de líderes mundiales señalando conspiraciones para diezmar a la humanidad, mapas actualizados cada segundo del día señalando zonas rojas de esparcimiento del virus cerca al hogar de cada uno de nosotros, y hasta el cambio del cálido saludo habitual por uno frío y distante, se han convertido en activadores de esta ceguera colectiva hecha pánico global.

Y no es para menos. En Colombia, de acuerdo con el censo realizado por el DANE en 2018, somos
aproximadamente 48,5 millones; haciendo cuentas alegres, el 4% vienen siendo 1.9 millones de colombianos que pueden morir a causa del coronavirus. Para que nos hagamos una idea, es como si la cuarta parte del total de habitantes de Bogotá murieran, o como si lo hicieran todos los habitantes de Cali. Esto sumado a que el entierro sale más caro con el dólar a cuatro mil pesos. Si bien el pasado 12 de marzo el Ministerio de Salud declaró la emergencia sanitaria, en general pareciera que la cosa no fuera con el gobierno nacional, pues a pesar de la saturación de información acerca de las experiencias de Asia, Europa y Estados Unidos, desde el palacio presidencial no hay una determinación concreta a la altura de las exigencias del coronavirus; el cierre de fronteras marítimas y terrestres es muestra de ello ¿Dónde quedaron las naves aéreas y los vuelos internacionales? ¿Hace falta decirle al presidente que la propagación más obvia del virus es en el aeropuerto El Dorado, y no en los muelles de Buenaventura y Cartagena, o en las carreteras que llevan a Venezuela y Ecuador? ¿O es que los intereses comerciales de las poderosas aerolíneas están por encima del interés general y el bien común de la nación?

En estas circunstancias en las que el gobierno nacional va en bus mientras el virus viaja en avión, los alcaldes se han apropiado de su deber constitucional de defender a los habitantes de su territorio en su vida, honra y bienes, y echando mano de chivas que andan más rápido que el bus del presidente, han cerrado instituciones educativas públicas y privadas, discotecas y bares, han conminado a las personas a resguardarse en sus casas y le han dado un parte de tranquilidad a la ciudadanía de que se puede salir de la crisis.

El mensaje es claro: en este contexto apocalíptico de la humanidad, nadie distinto a nosotros mismos va a venir a salvarnos del COVID-19 y del miedo que nos implica. Esperar al presidente o a la ayuda internacional es del todo inútil, pues el primero solo usa el avión para enviar a sus hijos a Panaca, y los segundos están demasiado ocupados con sus propios infectados. Aun así, no podemos caer en la trampa de la ceguera blanca. Solamente la solidaridad, la fraternidad y la conciencia de cada persona en cada casa, en cada barrio, comprometida con su comunidad, salvaguardando a su familia y a sus vecinos, podrá lograr mantenernos vivos para decir, al final de este año 2020 que sobrevivimos a una de esas pandemias que cada cien años amenaza con a acabarnos.