3-diciembre-2019.

Por: Juan Manuel Obregón.

A través de la historia, las diversas doctrinas, ideologías, filosofías, pensamientos y enseñanzas (primitivas y antiguas hasta las más recientes) han estado cargadas de un simbolismo sin igual. Quién no recuerda la cruz de los católicos, la estrella de David del pueblo judío, la media luna de los pueblos islámicos, la triqueta de los celtas, el ojo de Horus de los egipcios, la temible esvástica de los Nazis, u otras más comerciales como las tres rayas de Adidas, el chulo de Nike, la manzana de Apple, etc.

Porque cualquiera que sea la época, algo siempre permanece inmutable y trasciende los tiempos: LOS SÍMBOLOS. ¿Por qué algunos perduran a través de los siglos, unos son censurados, y otros se vuelven tan poderosos que trasmiten a las masas energía y motivación buena y, a veces, mala?

Dice la historia que cuando se reunieron en Jerusalén para la construcción del Templo de Salomón, los israelitas bajo el mandato del Rey Salomón, descendientes directos de Noé y los tirios bajo el mandato de Hiram (Rey Tirio, junto con Hiram Abif ‘el arquitecto’, descendientes de los paganos eruditos), empezaron a fusionar las doctrinas, filosofías y ceremonias.

Como consecuencia de ello, las doctrinas primitivas de la unidad de Dios y de la inmortalidad del alma, que eran abstractas para los israelitas, comenzaron a materializarse a través de alegorías y de símbolos traídos por los tirios de Hiram como lecciones, mediante estas se transmitían doctrinas y enseñanzas, las cuales perdurarían a través de los tiempos de manera inmutable.

Por lo anterior, y después de muchas fusiones de civilizaciones antiguas y primitivas, se produjo la adaptación del templo material a un templo espiritual en nosotros mismos que sirviera de morada de Dios (cualquiera que sea la doctrina que se acoja), y trajo como consecuencia el simbolismo como una manera inequívoca, fehaciente y atemporal, de enseñar las doctrinas y de edificar la conciencia espiritual, la inmortalidad del alma y la existencia de un Dios (cualquiera que sea).

Los símbolos, por lo tanto, no se circunscriben a expresiones gráficas de carácter eminentemente formal o ritualístico, sino que contienen poderosos e inmutables valores doctrinales y filosóficos, con una carga energética y esotérica que deben ser introducidos debidamente para poder ser comprendidos, interiorizados y hacerlos parte natural del ser y de la existencia misma. No tiene otro fin más que el entendimiento de los misterios de la vida y de la muerte, la filosofía y la conciencia absoluta de nuestra existencia. La reflexión profunda de los deberes como seres humanos.

Por ello, el llamado que hago en este artículo poco convencional es que debemos crear nuevos símbolos, acoger con tolerancia y como conocimiento filosófico los antiguos símbolos, y se desechen aquellos que no aportan al crecimiento espiritual, al entendimiento de la vida y al amor al prójimo. Debemos alejar lo más posible aquellos que representen la deshumanización, el odio, la ira. En cambio busquemos aquellos que exaltan la humanidad, el respeto, la tolerancia y el amor a toda la creación.