25-marzo-2020.

Por: Cristhian Yarce.

El coronavirus llegó para transformar lo que conocemos como civilización y quizás el efecto más sentido a largo plazo será la asepsia en las relaciones humanas. Basta con observar las interacciones sociales cotidianas en las que de manera consciente o inconsciente hemos empezado a distanciarnos del colectivo y a profundizar la desconfianza. 

Solo hace falta mirar la forma en la que actuamos cuando llegamos a casa, nos subimos a un bus o vamos a un supermercado. Escrutamos el virus en los demás, casi que aguantamos la respiración para no aspirar el aire común, nos entregamos cosas con la meticulosidad del impoluto que se sabe vulnerable, y evitamos a toda costa el contacto con el otro que ahora ya no es más como yo, sino que se convirtió en una amenaza para mí. 

Bajo este paradigma Orwell y Huxley se quedaron cortos, las distopías nos alcanzaron. El coronavirus ha empezado a cambiar lo que ni las enfermedades venéreas, ni el narcotráfico, ni el capitalismo, ni las crisis de gobernanza pudieron. En un mundo en el que muchos han vivido en soledad rodeados de multitud, de repente la multitud desaparece y la soledad se enfatiza en seres humanos que no saben qué hacer con ella. 

El proyecto de vida, en caso de que haya, se tendrá que ajustar a una sociedad con miedo al sexo real, a ofrecer el hombro al desconsolado, y al estornudo ajeno; pero con confianza en el dinero plástico, en las compras digitales y en las videollamadas. La virtualidad y la sospecha como reglas generales y la solidaridad como excepción. 

Esto modifica la lógica de las cosas: replantea la idea del éxito y el progreso, acentúa el fracaso de los sistemas de salud y de transporte masivo, propone la reducción del tamaño de las ciudades y su rediseño alrededor del peatón, invita a volver con urgencia a la bicicleta, obliga a reemplazar los hábitos de consumo y las formas de producción depredadoras por unas amables y sostenibles, exhorta a repensar la distribución de la riqueza, y desafía al Estado social y democrático de derecho. 

Entre esos desafíos, encuentra un lugar especial la evolución de los derechos fundamentales existentes y el surgimiento de otros nuevos, como el del espacio físico personal o el de morir en compañía. Dentro de los existentes llama la atención la libertad de circulación en el marco de las restricciones que hoy vivimos; el derecho a la educación, que tendrá que arreglárselas con la enseñanza virtual y los retos que implica, especialmente en edades tempranas, cuando los niños y niñas se encuentran en la etapa de desarrollo psicomotriz que muy difícilmente puede estimularse a través de un computador; el derecho a la protesta que halló regocijo en los cacerolazos y en el arte; el derecho al voto, cuya discusión ya no será si es electrónico o físico, sino si el software utilizado ofrecerá garantías de seguridad para proteger la voluntad popular; y entre muchos otros, el derecho de reunión, que en nuestras tradiciones, es el medio más eficaz para el goce de otros derechos como los políticos, los religiosos, y los culturales, por lo que valdría la pena preguntarse si en las circunstancias actuales nos encontramos ante su muerte y paralelamente ante el nacimiento del derecho fundamental a la representación hologramática en eventos públicos y privados.

En definitiva, el encierro de la cuarentena es la ocasión perfecta para imaginar, especialmente cuando no se tiene que elegir entre exponerse al coronavirus o salir a trabajar para no morir de hambre. Lo cierto es que estamos presenciando un momento histórico en el que la humanidad vuelve a cambiar de hábitos, como cuando descubrió el fuego, inventó la máquina a vapor, o popularizó el internet, y no es una distopía, es real.