3-julio-2020.

Turín, Italia. 23 de febrero de 2019.   

Un hombre, en un día como cualquier otro (si es que el ayer, hoy o el mañana se parecen en algo) se dirige hacia su trabajo por el paseo del río Po. Va contento. Imaginemos que toma una gran bocanada de aire en tres segundos: 1, 2, 3, la expulsa en el mismo lapso de tiempo y luego sonríe. No sabemos cuál es el motivo de su felicidad.

No sabemos nada de nadie, mucho menos qué clase de pensamientos se amontonan en las cabezas de las personas. Aquel o aquella que camina a nuestro lado y parece “normal”, puede ser la persona más despiadada del mundo entero.

Quizás el hombre del que hablamos se siente a gusto con su trabajo y lo que hace, piensa en su pareja y el beso que le dio al despedirse o, simplemente, experimenta uno de esos estados de euforia que a veces nos abrazan sin ningún motivo aparente.

A lo lejos ve a otro hombre que viene en dirección contraria, con las manos dentro de los bolsillos de su abrigo. La sombra que produce la capucha le parte la cara por la mitad.  Lleva una barba rala y la acompaña con una expresión sería, como de odio.  

El primer hombre, inmerso en su felicidad, deja de mirar al desconocido y se sumerge de nuevo en sus pensamientos, que nada ni nadie le robe su buen estado de ánimo, pues quién sabe en qué momento este se va a esfumar sin dejar rastro alguno.

Se pasan de largo, pero unos segundos después el primer hombre siente como un brazo le rodea el cuello. Mira de reojo y alcanza a darse cuenta de que el hombre del abrigo es quien lo sujeta. Comienza a forcejear apenas se da cuenta que el atacante lleva un cuchillo de cocina en la mano, pero su reacción es tardía y no alcanza a hacer nada. Cae degollado al suelo.  

El hombre que iba caminando feliz era Stefano Leo y el del abrigo Said Machouat, proveniente de Marruecos.

Al siguiente día del crimen, Machouat, que no tenía ningún tipo de vínculo con su víctima, dijo a las autoridades que había decidido matar a Leo porque no podía soportar su felicidad. “Entre muchos, me pareció feliz”, afirmó.  

Que nadie, por pura precaución, se de cuenta de nuestra felicidad.  Enmascaremos hasta la más mínima sonrisa en nuestros rostros y caminemos mal encarados por la calle, a medida que repasamos episodios tristes de nuestras vidas.  Ya tendremos tiempo para sonreír encerrados en un baño o tapándonos la boca.  Y, por favor, que no se nos vaya a ocurrir soltar una carcajada, pues es muy probable que eso desencadene el fin del mundo.