septiembre 30, 2019

Cuando Nicolás Copérnico murió en 1543, con la mitad de su cuerpo paralizado en una cama en Frombork, a tan solo 250 km de su ciudad natal, Torun; no imaginó que su trabajo provocaría una revolución absoluta para la astronomía, grandes avances para la ciencia, nuevas concepciones para la filosofía y una de las mayores retractaciones en la historia de la religión apostólica.

Aun cuando su hipótesis fue víctima de alteraciones al caer en manos de Andreas Osiander, un luterano de la época, sus ideas incompletas tuvieron suficiente potencia para inspirar el trabajo de otros gigantes como Galileo Galilei, Johannes Kepler e Isaac Newton, quienes se encargaron de dar la estocada final al modelo del universo propuesto por Aristóteles; impresionante para su época, pero con imprecisiones que no podemos negar hoy en día.

Así nació, de los aportes de Copérnico, el primer modelo que retiró la tierra del centro del universo y la ubicó como otro planeta más en el cosmos: el modelo heliocéntrico.

Y el otro a la hoguera

Otro protagonista en la historia de la astronomía es Giordano Bruno, del que muchos han escuchado hablar, pero pocos se enteran de su desgracia.

Los historiadores, incluso los de su época, lo describen como un hombre fanfarrón e irritante; lo suficiente como para que personajes poderosos quisieran su cuerpo en la hoguera, como efectivamente sucedió.

Bruno fue quemado en una estaca el 17 de febrero de 1600, en el ‘Campo de’ Fiori’, Roma; de cabeza, desnudo y con su lengua atada debido a sus herejías, de acuerdo con las decisiones de la inquisición.

La razón para su tragedia es simple: Bruno aceptaba los dogmas religiosos de la época, pero su filosofía lo inquietó de semejante forma que no reparó en divulgar a los cuatro vientos que el universo era infinito y no tenía un centro, llevando la contraria de la autoridad más polémica de nuestra historia: la iglesia.

Una vieja conocida y adolorida

La astronomía ha sido maltratada, olvidada, acusada y menospreciada más veces de las que quisiéramos admitir, es cierto; el desarrollo de nuestra especie parece curiosamente alérgico a los descubrimientos que involucran algo por fuera de nuestra roca espacial llamada Tierra.

Sin embargo, podemos estar seguros de dos cosas.

La primera: el universo estuvo, está y estará sin importar que la humanidad exista. Es algo tantas veces más grande que nosotros, que merece cualquier muestra de apreciación. De nosotros como resultado de una gran suma de casualidades, al ser capaces de ser conscientes de su existencia antes que la nuestra, como naturalmente debería interpretarse.

La segunda: nuestra obsesión por entenderlo, descifrarlo, descubrirlo y explorarlo es como una llama en el interior de la humanidad que nunca se apaga.

No podemos evitar sentirnos cautivados por su belleza cuando levantamos la mirada en una noche despejada.

El camino que nos falta

A pesar de que hemos aprendido a apreciar mucho más nuestros propios desarrollos astronómicos, parece parte de nuestra naturaleza inhibir la necesidad de ir más allá y comprender un poco la complejidad del universo.

Stephen Hawking hizo un gran trabajo a lo largo de su vida, despertando un interés genuino en muchas mentes inquietas a lo largo del planeta. Finalmente, nos dejó un compilado digno de su talante en el libro ‘Breves respuestas a las grandes preguntas’, donde intenta explicarnos de qué va todo el asunto en la existencia del universo y adónde podemos llegar en unas cuántas décadas.

Hawking nos enseñó a ver lo simple en la complejidad y majestuosidad de nuestro gran hogar.

Y no podemos olvidarnos de la gran enseñanza de Carl Sagan, cuando nos recordó que, después de todo, “estamos hechos de polvo de estrellas”, y por eso estamos profundamente conectados con el universo…