julio 26, 2019

Se hace difícil volar cuando las alas las tienes pegadas al pavimento y la mente se encuentra naufragando entre lo entrañable de las raíces y la añoranza de esa ventura que parece prometer la lejanía; dos fuerzas prisioneras en un solo pensamiento, tan solo las divide un escaparate colmado de incertidumbres. Cada una, la raíz y la distancia adolecen del desasosiego que observan en aquel espejo cruel que desconoce la sutileza y suelta verdades inclementes que solo dilata la holgura de esa mitad divisoria, alimentando el miedo.

Todos, de algún modo tenemos la convicción de que nuestra vida tendría mejores garantías en el exterior y sucede de manera más dramática en la generación coetánea, ya que, si bien, la situación interna del país anda manga por hombro (con el alza de la gasolina, del transporte, el desempleo, el pobre sistema de salud, los políticos, la corrupción, Odebrecht… etc.), emigrar parece la opción más inteligente, pero salir del nido bajo ese marco de frustraciones e impotencia, solo robustecería la desidia y la indolencia colectiva, soterrada bajo el pecho palpitante de quienes solo se sienten propios de esta tierra cuando la tibieza de sus gargantas anuncian un gol de Colombia hasta desgañitarse. 

El individualismo no se debe satanizar, cada quien es dueño de sus designios, pero resulta enfermizo cuando éste deja subordinado a lo gregario de forma tan aplastante; solo somos masa poderosa y apabullante cuando de fútbol se trata, y bajo este hipnotismo que produce, se cuecen en el gobierno reformas sociales infames bajo el mantel. La gracia, la impetuosidad y la vehemencia que practicamos para aquella fiesta deportiva, se queda anquilosada cuando de luchar en contra de las injusticias se refiere.

No, no estoy en contra del fútbol, ni de ningún otro deporte o divertimento, pero para sentar un equilibrio, hago una humilde invitación a imprimir igual interés a lo trascendental como a lo recreativo.

Levantándome del andén y siguiendo la marcha me pregunto, ¿qué mueve a la gente?, ¿qué a esta nación?… la verdad no barrunto aún la respuesta, y si la hay, creo que no podrá enfundarse en palabras, pues, aunque el panorama en términos globales no es nada consolador, me resulta cautivante apreciar a la gente, sus expresiones faciales, sonriente o absorta, presurosa por las aceras, ver en estas lánguidas avenidas cómo el rojo de un semáforo le da paso a shows casi circenses, mientras que voces vociferando nos invitan a refrescar el paladar con Bonice, helados o a recargar las pilas con Red Bull y yo pienso, ¿pa’ que Red Bull si tenemos el jugo de borojó?. Tras una bocanada de este suculento elixir y de conseguir la ñapa, sigo mi rumbo y me percato de que aquella esquina sureña la acompaña una mujer mayor, sujetando en sus manos ensombrecidas un termo de tinto, esperando que los oficinistas de la zona terminen su jornada y se den cita con su café, que nada tiene que envidarle al de Starbucks.

Todo tipo de artesanías y delicias gastronómicas encuentro exhibidas en la vitrina más democrática, la calle, y mientras mi móvil reproduce ¡Ay que dolor! de La Derecha, recordando que en los 90 Mario Duarte deseaba ir a Nueva York, me pierdo en la luz del ocaso, me siento levitar y obtengo una visión cenital que me exhorta a explorar más y mejor este lugar.