octubre 30, 2019.

Durante toda nuestra historia existe un deseo profundo por alcanzar la inmortalidad; un desespero genuino por burlar la muerte.

En la actualidad, las ideas para lograrlo ya no parecen tan descabelladas: podríamos renovar constantemente las partes de los órganos vitales, vivir en cuerpos robóticos como androides o mudarnos a un mundo virtual.

Mi postura sobre la vida eterna es muy similar a la actitud de Agustín de Hipona frente a la castidad: sí, quiero ser mortal, pero todavía no; y a lo largo de este artículo te explicaré por qué.

Tu “yo” de hoy, no sería el mismo del mañana

Eventualmente, todos admiramos la idea de no morir y nos seduce en mayor o menor medida. Quisiéramos vivir lo suficiente para ver en lo que la humanidad se convertirá en 500 años, o para compartir eternamente con nuestras familias, pero ¿y si todos los que conocieras no fueran los mismos pasado medio milenio de inmortalidad?

Viviendo para siempre no lograríamos derrotar los cambios psicológicos que sufrimos con el pasar de los años, cambiando nuestra forma de pensar, nuestros gustos y deseos. Es probable que ocurra algo similar al proceso de envejecimiento con el que tanto estamos acostumbrados, al cambiar la niñez por una etapa de juventud llena de experiencias intensas, y luego dar un paso a la adultez y elegir entre algún tipo de responsabilidad en la vida.

Tu “yo” del año 5019 se parecería más a un descendiente familiar que a una versión de ti. Esto se debe a que muchas personas no logran identificarse con sus versiones infantiles una vez alcanzan la adultez, lo cual no está mal, pero demuestra que en un aspecto práctico, tu versión adulta no es la misma que la infantil.

El mismo ejemplo se replicaría en cada persona que conozcas, lo que llevaría a un punto inevitable en el que podríamos desconocer a nuestros seres más queridos, y ellos a nosotros.

Este problema se resolvería parcialmente si en lugar de intentar vivir indefinidamente, lográramos alargar nuestra mortalidad. No solo solucionaríamos un infinito ciclo de cambios que atacan la personalidad; también conservaríamos la magia de las experiencias.

Ser mortales significa vivir intensamente

Incluso las mejores experiencias en la vida se pintan con un tinte de tristeza, porque no pueden y no durarán por siempre.

Una forma sencilla de entender el efecto de la mortalidad en la intensidad de nuestras vidas es imaginarte en el último concierto de tu artista favorito: estás frente a la tarima, dando brincos al ritmo de la música y te entra una punzada en la boca del estómago en medio del éxtasis del momento… recuerdas que será la última vez que tú y los demás admiradores que te acompañan podrán disfrutar del artista en vivo y en directo. Pensar que nunca podrás repetir ese momento, ni tú ni nadie, desanima un poco pero le ofrece un valor que nada más puede igualar.

A causa de esa apreciación inigualable de momentos, el curso natural de la naturaleza nos ofrece un vistazo a lo que sería sano para el ser humano respecto a su tiempo en existencias individuales: en 1955, la esperanza de vida se promediaba en 45 años y en 2010 incrementó a 68.

Con el tiempo observamos que nuestras actualizaciones médicas y tecnológicas nos garantizan unos cuantos años más de vida, aunque eso también puede trascender en un salto hacia la inmortalidad absoluta cuando menos lo esperemos.

No sé con exactitud cuántos años necesitaría para visitar cada país y ciudad en el mundo, probar cada plato de comida, jugara cada videojuego, leer cada libro o ver cada película; pero eventualmente todo eso se opacaría.

Aunque no debemos confundir el aceptar nuestra mortalidad con romantizar la muerte como si no fuera mala, vivir para siempre suena aburrido; aplanaría el sentido de la vida de una forma abrumadora y se tornaría repetitiva tras un par de cientos de años.

Por eso… ¡sí, quiero ser mortal, pero todavía no!