29-agosto-2020.

Se volvió famosa la hija de un funcionario de la DIAN que publicó montones de fotos y vídeos chicaneando su nuevo Lamborghini, lo que seguramente ayudó a que los investigaran por enriquecimiento ilícito. Pero a mí lo que más me llamó la atención fue que para alguien fuera tan natural publicar información tan detallada de lujos tan desmesurados a sabiendas de que el sueldo de $10 millones del papá no podía justificarlos. ¿No se le ocurrió que alguien podría sospechar?

Sin embargo, no la culpo. La mayoría compartimos despreocupadamente en Instagram lo que comemos y en dónde. Hasta decimos en Waze por dónde vamos y a qué velocidad. Se nos ha vuelto tan natural, que cada vez subimos en línea información más detallada y más frecuentemente que nunca antes en la historia.

Por eso, puede ser difícil conseguir la filmación original de la NASA de algo tan trascendental como la llegada a la Luna, pero 50 años más tarde es muy fácil saber con todo detalle algo tan intrascendente como en dónde comió y en cuáles tiendas compró la hija del funcionario de la DIAN. Y este fenómeno no hace sino crecer.

Por eso hace años se empezó a hablar de “Big Data” cuando se da una combinación de tres factores: 1) gigantescas cantidades de datos, 2) enorme variedad en los formatos y naturaleza de los datos, y 3) que los datos aparecen y por lo tanto deben ser procesados a gran velocidad. Ya sabemos de dónde viene toda esa avalancha de datos, pero ¿dónde se guardan? ¿Quién construyó los canales que llevan las fotos, vídeos, textos, registros de nuestros teléfonos y computadores a los servidores donde se almacenan?

Una de las respuestas es que las grandes corporaciones se dieron cuenta de que hay un enorme valor en los datos sobre el comportamiento de los usuarios. Por eso están dispuestos a pagar por servicios y espacio de almacenamiento para lograr que la gente voluntariamente registre lo que hace. Una cosa es preguntarle a una persona lo que (cree que) le gusta, necesita o hace, y otra cosa muy distinta es contar con evidencia de qué es lo que compra, dónde suele enfocar su tiempo/atención y bajo qué circunstancias.

Por ejemplo, si uno pregunta a la gente si le gusta el cine, todo el mundo va a decir que sí. Pero si analizamos los datos de cuántas veces al año va la gente a un teatro, o paga un servicio como Netflix y que no hayan comprado un DVD a $2000 en un semáforo, los clientes potenciales del cine ya no son tantos.

Es por eso que el servicio de GPS es gratis. Alguien tuvo que pagar para que sus satélites fueran puestos en órbita y para que un astronauta suba hasta allá a hacerles mantenimiento. Y sin embargo nosotros no pagamos por ese servicio. ¿Entonces quién lo hace? Pues aquellos interesados en que nosotros registremos nuestra ubicación tan frecuente y precisamente como sea posible. También por eso Facebook y Gmail son gratis. Y por eso Google compró a Waze mientras que Facebook compró a Instagram y WhatsApp. De ahí el dicho de que “si no lo estás pagando, no eres el cliente sino el producto”.

Esto nos deja con dos posibilidades: simplemente damos a otros los medios para conocernos mejor de lo que nos conocemos nosotros mismos, o buscamos que ese conocimiento nos ayude a decidir cómo queremos ser. Por ejemplo, Instagram ya nos permite saber cuánto tiempo al día pasamos en la aplicación.

Así podemos decidir parar cuando ya fue suficiente y salir para hacer otra cosa que nos acerque a nuestras metas. Ese es el tipo de funcionalidades que podemos exigir para que toda esta tecnología realmente trabaje para nosotros y no al revés.