27-diciembre-2019.

Por: Juan Camilo Delgado.

Más allá de los comentarios negativos que pudo haber recibido Star Wars: The Last Jedi (2017) en su momento, su premisa fue clara e importante: cualquier persona, independientemente de un linaje familiar, puede llegar a convertirse en un héroe o en una heroína. Me atrevería a decir que esta película en las manos de Rian Johnson fue la entrega que se arriesgó a explorar aquellos horizontes que nunca se habían visto en una película de Star Wars, lanzándose a dar respuestas sobre el verdadero significado de la fuerza, profundizando las relaciones entre sus personajes y dejando la puerta abierta para cerrar una trilogía que, inevitablemente, dividiría la opinión de la audiencia.

Johnson nos mostraba pues, una Rey con ansias por explotar sus más recientes habilidades y con las ganas intactas de descubrir los secretos de su pasado, pero al mismo tiempo, el director nos revelaba a una heroína luchando contra ella misma debido a la irreversible conexión que sentía hacia su antagonista. El poder de la fuerza los unía y sus conversaciones no presenciales eran el puente que les ayudaba no solo a conectarse, sino a entenderse, dando como resultado una relación construida desde la ambición y la incertidumbre.

Pero la clave de esta película, dejando a un lado la importancia de las relaciones, estuvo en la última escena, donde un niño completamente desconocido hacía levitar una escoba con naturalidad, mientras portaba un anillo con el símbolo de la Resistencia y miraba hacia las estrellas con ojos de una nueva esperanza. Un detalle simple que robusteció la premisa de la película y que dio pie a imaginar un universo colmado de personas cotidianas con las mismas habilidades que un Jedi.

Por lo anterior y por muchas otras razones, el Episodio VIII de Star Wars brilló en su esplendor y dejó una visionaria tarea para J.J. Abrams, quien sería delegado para clausurar la saga. Por mi parte, la expectativa hacia el Episodio IX giraba en torno a la manera en la que Abrams se encargaría de continuar con la idea de “cualquiera puede ser un héroe”, pero cuando salieron a luz los primeros teasers y se supo que Palpatine estaría de vuelta, sabía que el asunto tomaría otra dirección. Sin embargo, mi expectativa continuaba firme, pero al mismo tiempo no podía dejar de cuestionarme el propósito de revivir al ex Senador y de saber cuál sería su aporte en esta película. Lo cierto es que la aparición de este personaje generó opiniones fraccionadas entre los que la consideraban un acierto que aludía a la nostalgia y los que afirmaban que se trataba de un rebuscado fan service con el objetivo de no darle vueltas al asunto y dejar “satisfechos” a los fanáticos.

La realidad es que, al ver la película, sentí cierta decepción al notar que, primero, Abrams no consideró en algún momento extender (o al menos complementar) los indicios planteados por Johnson, sino que hizo lo posible por forzar una narrativa salida de la intemperie que contradecía todo lo expuesto por el anterior director. Y segundo, no hubo justificación alguna sobre la manera en la que Palpatine regresaría a la vida y sería, repentinamente, el villano de la historia y el abuelo de Rey; un dato que nadie se esperaba, pero que tampoco llegaría a sorprender por la misma escasez de su argumento. Abrams no da tregua para la sorpresa y a los diez primeros minutos de metraje muestra a un Palpatine deteriorado que da órdenes a Kylo sobre lo que ya todos conocemos.

La película no toma ningún riesgo y lo que se supone que debería sorprender en alguna escena, se ve remediado en la próxima, como la supuesta restauración de C3PO o la falsa muerte de Chewbacca. Al mismo tiempo, algunos personajes como Poe Dameron o el Capitán Phasma, quién iniciaron siendo figuras que contribuían significativamente al desarrollo de la historia, pero Abrams los ha transformado para convertirlos, por un lado, en un piloto engreído que ha perdido su carisma y solo se encarga de imponer ordenes, y por otro, en un comandante que escasamente aparece en pantalla y sus intervenciones carecen de algún sentido. Al verse atrapado en su argumento narrativo, Abrams recurre a la clásica fórmula de Disney de darlo todo por perdido hasta que, milagrosamente, aparece alguien o algo con la solución definitiva al puro estilo de Endgame (2019).

Aunque The Last Jedi no es una película perfecta y tiene aspectos con los que no estoy de acuerdo, tuvo la intención de marcar la diferencia y dejar un mensaje claro para el mundo, pero J.J. Abrams, en su interés por revivir el pasado y pretender “sorprender” a los espectadores, nos ha dado un cierre simple y sin un propósito específico.