8-abril-2020.

Por: Cristhian Yarce.

—De la puerta hacia afuera todo es amenaza—. Es esta la premisa que hemos adoptado a modo de supervivencia y con la que esperamos prolongar la vida, aguardando a través de la ventana que el Estado cumpla con su promesa de acabar con esta pesadilla a cambio de nuestro aislamiento e inquebrantable sometimiento. En palabras de Hamilton, para estar más seguros preferimos correr el riesgo de ser menos libres.

Parece mentira que hace casi cinco meses estuviéramos en las calles uniéndonos al coro de Bella Ciao en un reclamo internacional por la reivindicación de nuestros derechos a un Estado al que acusamos de patriarca opresor, y que hoy estemos de rodillas ante el mismo patriarca rogando su amparo. Desde entonces, lo único que no ha cambiado son las demandas de las desintegradas masas; salud, educación, oportunidades, derechos humanos, que por el contrario se han vuelto más vigentes en medio de tanto COVID19, mientras el Estado ha ido perdiendo su inexpugnable rigidez.

En este punto se hace latente que el coronavirus ha dejado de ser un problema exclusivamente científico para volverse en esencia un asunto político. Es la política el espacio en el que se determina lo que el Estado hará con nuestra libertad, bien para salvaguardar nuestras vidas o para intentar mantener un modelo económico insostenible, dependiendo de las prioridades de los gobiernos al mando. Dicho sea de paso, he ahí la importancia de la participación política a través del voto.

Retomando, lo cierto es que ante las demandas sociales que no cesan y frente a un sistema económico que en términos de Bauman es como una serpiente que se alimenta de su propia cola, la decisión política más lógica es optar por la vida, no solo porque el grueso de la humanidad lo pide a gritos sino porque el planeta así nos lo impone. Lo contrario es retar la generosidad de la naturaleza y la capacidad de contención del miedo individual cuando es superado por el hambre colectiva, porque como bien se ha titulado el famoso Editorial falso del Washington Post “o muere el capitalismo salvaje o muere la civilización humana”. Claramente, la decisión más lógica para los dueños del poder económico es otra.

Puede que el aislamiento sea más fácil para las élites, y llevadero para las clases medias trabajadoras con salario fijo mensual, pero como escribió Arundhati Roy “mientras la élite viaja a su destino imaginario, situado en algún lugar cercano a la cima del mundo, los pobres se han quedado atrapados en una espiral de delincuencia y caos”. El hambre no come de coronavirus.

La situación apremia un desplazamiento paulatino del neoliberalismo por otra cosa que no sabemos qué pero que debe responder a las necesidades de la vida en todas sus manifestaciones; tanto la vida del planeta como la de los seres que lo habitamos y de manera especial, la de los más vulnerables. Para ello, hará falta algo de presión social, tal y como sucedió después de la Segunda Guerra Mundial con el surgimiento del Estado de Bienestar. El cambio no se hará solo.

Es por esto que a la ilusión de salir seguros algún día más allá de las paredes de nuestras casas para seguir creyendo que la vida es verdad, debemos anteponer la necesidad de una reingeniería estructural de nuestra organización social, económica y estatal, o prácticamente de toda nuestra forma de vida actual, que por supuesto, no volverá a ser la misma.

Mientras combatimos este miedo al mundo exterior con la esperanza de volver a abrazar a nuestros seres queridos, combatamos también el status quo que nos prefiere alejados de las decisiones sobre nosotros mismos, aprovechemos la cuarentena para llevar esta conversación a donde más podamos, es tiempo de leer, de aprender, de reconstruirnos y de soñar. Qué mejor manera para asumir la crisis, que la de hacer una pequeña revolución impregnada de grandes causas. 

Imagen destacada por Miguel Bruna on Unsplash