21-junio-2020.

La historia de un héroe de guerra, de la guerra contra el Cáncer.

Esta es la historia de mi padre, Uriel Arana, un tolimense de setenta y cinco años que vivió sus últimos veintiocho en Cali. Él ahora reside allá arriba, en el cielo (y no hablo de ningún barrio en los cerros de nuestra ciudad). Su partida fue victoriosa; ya que lleva a que hoy yo y seguramente muchos más, podamos asegurar que, en el lote 977-A3 del Cementerio Metropolitano Del Sur, yace un héroe.

—¡Tía!— fue lo único que logré decir, petrificada de pies a cabeza y envuelta en el más intenso terror que jamás hubiera sentido al escuchar que la mayor de las hermanas de mi padre, finalmente, había contestado el teléfono.

—¿Lorena, ya?— preguntó ella con una calma que hasta me sorprendió.

—¡Tuve el mejor papá del mundo, tía, tuve el mejor papá del mundo!—repetía yo, una y otra vez, mientras me ahogada en llanto. Así terminó la llamada.

Tan memorable conversación pertenece a la noche del 22 de agosto de 2011, a las 11:48, hora exacta de la muerte de mi padre; que, en un capricho cruel y al mismo tiempo compasivo del destino, presencié y que dividió en dos mi vida.

Pero este no es momento para hablar de mí, ni del impacto que puede causar la muerte de alguien como ese hombre a quien tuve la fortuna de llamar papá. Esta es su historia, su bitácora de guerra.

Linterna Verde, Supermán, Batman, El Zorro…

Hablar de superhéroes parece fácil, ¿Por qué? Porque son ficticios, productos de la imaginación de sus creadores. Lo difícil es encontrarlos entre nosotros, reales, de carne y hueso. En esta ocasión, traigo a colación a este personaje que no luchó con monstruos o villanos, pero sí contra dolores reales de los que casi no logra escapar.

¿Su apariencia? Alguna vez, gordito y cachetón. Al final, extremadamente delgado y con los brazos manchados por la quimioterapia. Pero, eso sí, siempre silbando o sonriendo; siempre lleno de vida porque, solo así, alguna vez, en su lejana infancia, encontró la paciencia necesaria para despertarse todas las mañanas a vender, en la plaza de Roncesvalles, el pueblo donde nació, las melcochas que preparaba “misiá Elvira”, como llamaba a su madre. Y solo así, pacientemente, luchó por vivir hasta sentirse listo y satisfecho para irse de ese cuerpo al que le exprimió hasta la última gota de vida, como es debido.

Amparo Valencia de Arana, su esposa durante cuarenta años, recuerda impresionada la paciencia con la que él soportó la enfermedad. Dice que, por más que se quejara de dolor, nunca se le escuchó una mala palabra y jamás se rindió, ni lamentó.

Después de las melcochas, vino mucho más trabajo. Este hombre viajó por todo el país, desempeñándose en diversas formas, entre las que desarrolló un eterno amor por la carpintería y llegó a convertirse en casi el personaje más respetado dentro del negocio del gas propano en el suroccidente colombiano. ¿Y por qué? Por su increíble inteligencia, porque muchos lo consideraban sabio.

Para su hijo Jorge, por ejemplo, fue el más valioso juez y la persona en cuya sabiduría confió ciegamente las decisiones más cruciales de su vida y él mismo se encargó de manifestarlo durante la misa por el alma de su padre que familiares y amigos celebraron unas semanas más tarde en la finca “La Tencha” de Pereira, lugar de constante reunión familiar y para Uriel, puntualmente, el paraíso en el que se amanecía jugando cartas con sus hermanos e hijos.

Este superhombre primero fue considerado padre por Helda y Hortensia, sus hermanas menores y después, tuvo cinco hijos que terminaron siendo la total motivación para tanto trabajo. Muchos podían considerarlo “tacaño”; pero, como buen gurú, hizo que sus críticas se convirtieran en enseñanzas. Siempre pensando en el futuro, hoy donde esté, tiene el orgullo de mirar atrás y darse cuenta de que todo dio fruto.

Epicrisis

“Doctora, dígame lo que haya que hacer, lo que sea, yo lo hago”, son las palabras con las que recuerda lo recuerda la hematóloga oncóloga de la clínica en la que él depositó sus esperanzas de seguir viviendo desde 2002; cuando fue diagnosticado con cáncer de próstata, tras acudir casi por primera vez en su vida a un médico y del cual se curó de una forma que, después, parecería muy sencilla: radioterapia; para siete años más tarde, recibir de vuelta a ese demonio con nombre zodiacal, que no se abstiene, ni perdona y esta vez, se aposentó en su páncreas; obligándolo a someterse a una cirugía de trece horas en la que se le removió la mitad de este órgano y otras partes del estómago e intestino delgado; procedimiento exitoso, aunque con una incómoda y dolorosa recuperación que requirió una hospitalización de más de un mes. Y como queriendo impresionar, solo dos años después, el cáncer dejó de amagar y reapareció.

Solo unos meses antes, este guerrero de la tercera edad, pero “más fuerte que un roble”, como le decía su hijo Mauricio Arana; dedicaba casi las veinticuatro horas del día a fabricar faroles en el taller de carpintería que tenía en su casa, ubicada en el barrio Ciudad Jardín, para ser expuestos el 13 de mayo en la celebración del Día de La Virgen que su esposa organiza anualmente.

“Hasta ese día se paró. Del catorce en adelante, se la pasaba acostado, quejándose de dolor”

Cuenta ella y también que, esa misma mañana, lo había acompañado a su cita de control, de la cual salieron airosos ya que, días antes, había osado leer los resultados de unos exámenes de esposo que ahora delataban la presencia de un nuevo tumor en un área cercana a la anterior; lo cual el médico explicó como un error del radiólogo que lo había confundido con una parte del intestino el cual había sido movido un poco de su posición natural. 

El 30 de mayo, Uriel fue llevado de urgencia, manifestando intenso dolor en el abdomen (ahí, donde siempre: en el páncreas), que fue controlado de inmediato. Se le realizó una TAC (Tomografía Axial Computarizada) que delató que la masa que se había observado en el examen anterior sí era un tumor y que de hecho, habían más. 

Una semana después, fue dado de alta, mientras jugaba al King (el juego de cartas predilecto de la familia), en su habitación, con sus hermanas y Jorge; a quien, por esas fechas, lo separaban solo dos meses de ser padre también, pero antes de eso, Uriel había sido remitido para ser ahora atendido por la “Clínica Del Dolor” de la misma institución donde estaba.

Ese mismo día, antes de marcharse, recibió la visita de un anestesiólogo, quien le propuso que se le realizase pronto un bloqueo simpático regional (procedimiento ambulatorio por medio del cual, como su nombre lo indica, se bloquean algunos nervios) para evitar los dolores del Cáncer y mejorar su calidad de vida. Él aceptó de inmediato y solo unos días después ya estaba listo, todo vestido de material quirúrgico, firmando el consentimiento previo necesario para esta intervención.

Cerca de dos horas después de entrar caminando a la sección de Imágenes Diagnósticas del hospital, donde se llevaría a cabo el bloqueo, Uriel no podía mover sus piernas, más que de una forma mínima e inútil. Esa misma noche fue hospitalizado de nuevo y esta vez por cerca de veinte días, durante los cuales y con la ayuda de fisioterapeutas, se dedicó, como en su lejana infancia, a aprender de nuevo a caminar. No obstante, con el tiempo, ¡Lo logró!

Mientras tanto y aún contra su voluntad; los familiares, indignados al verlo pelear de nuevo contra la ley de la gravedad y sufrir severos dolores en las piernas, que hasta requerían morfina; redactaron una carta que exigía inmediata respuesta de la clínica ante tal circunstancia que consideraban irregular. Sin embargo, al final, todo terminó en una junta médica en la que se les explicó que, prácticamente, todo reposaba sobre el consentimiento que él había firmado e igualmente, se dispuso de los mejores profesionales del lugar para hacerse cargo, mientras estuviera hospitalizado.

Adiós, superhéroe

Después de regresar a casa, empezó a cerrarse el ciclo natural de la vida. Yo aprendí (y sé que, asimismo, todos) mucho sobre la vida y la muerte, observándolo a él ahí acostado:

Aprendí a verlo igual que a los héroes de guerra, peleando él solo y con el enemigo, bombardeándolo por dentro, sin piedad.

Aprendí de los frutos de una vida bien vivida y de ser una buena persona.

Aprendí lo fuerte y macho que fue siempre mi padre, que llegó hasta el final, cuando tantos se rinden ante la vida sin siquiera estar enfermos y cuando siempre lo creí tan débil por su edad.

Aprendí cómo es todo cuando la muerte llega en el momento más adecuado.

Aprendí lo que es irse tranquilo porque todo lo hiciste en vida, todo lo lograste.

Aprendí a ver lo afortunado que fue él al cumplir sus sueños y dejar este mundo después de haber disfrutado cada etapa de la vida.

Aprendí lo difícil que puede ser comprender que ya su historia terminó y era hora de vivir la mía, aunque me cuestionara tanto por qué eso tenía que pasar a mis veintitrés años y no a los cuarenta o a los cincuenta.

Pero también aprendí a sufrir con verraquera, pensando que no me importaba si era el precio que pagaba por haberlo tenido justo a él como mi padre inolvidable.

“…mi papá marcó la vida de muchas personas y estoy seguro de que, a cada uno, nos deja una lección. Cada cual puede detenerse unos segundos y reflexionar, ¿Cuál fue? Y si ustedes me lo permiten, les pediré que lo hagan en este momento: piensen en una de esas lecciones de vida y sonrían…”

Palabras de Mauricio, su hijo, durante la eucaristía celebrada el 24 de agosto, antes de su entierro.