Por: Christian Lozano López

Creo no ser el único en este retacito de tierra al que llamamos Colombia, desde hace unos cuantos años, que se ha preguntado en medio de un reto existencial lo siguiente: “¿por qué nací aquí y no en la condenada Noruega?”. Pero la verdadera cuestión que terminamos afrontando día tras día entre las cobijas tricolores es, ¿vivir aquí es premio o castigo?

Si a usted el apellido le heredó la tranquilidad de una buena vista desde el balcón y la posibilidad de jamás preguntarse si mañana habrá comida en la mesa, seguramente no hay muchas razones para catalogar la nacionalidad como un castigo.

Pero en Colombia, las y los “de a pie”, mayoría absoluta despreocupada de convivencias y más bien ocupada en supervivencias, estrenan calendarios permanentemente en medio del enfrentamiento que ningún ser humano debería luchar jamás en el mundo actual que vivimos: pelear para poder vivir.

“Guerrear”, “luchar”, “berriar”. Aprendimos a tener algo que llamamos “verraquera”. Porque la oportunidad de vivir entre Punta Gallinas y Leticia se reduce a un premio que cada una y cada uno tiene que ganarse. No es error ni jocosidad que al transeúnte común de Colombia se le pregunte sobre su jornada laboral y una de las tantas respuestas automáticas sea: “aquí, ganándome la vida”.

Porque en Colombia se puede morir de lo normal, de enfermo o de hambre. Pero también cabe la lastimosa posibilidad de que se le obligue la muerte por bandido atravesado, por solamente atravesado, por buena gente, por tener cualquier cosa, por no tener nada, por ser alguien o por no serlo.

Porque ni aquella persona que se asegura de ganarse la vida bajo un conducto regular la tiene ganada. Porque aquel derecho fundamental que reina sobre el planeta, aquí también depende de las etéreas voluntades ajenas y de la suerte, muchas veces inexistente.

Aunque las comparaciones suelen ser odiosas o incongruentes, algunas veces son necesarias. No para envidiar lo diferente, sino para tener conciencia sobre lo posible y aplicable en nuestros propios días.

Ahora podemos evidenciar con facilidad cómo en otras sociedades del mundo, lo mínimo que se pide para cada ser viviente es la posibilidad de poder vivir con la tranquilidad que la misma amerita. Mientras tanto, en Colombia vivimos en ciudades como Cali, que presenta cifras de homicidios alarmantes año a año –a pesar de sus decrecimientos–.

Sin caer en imprecisiones, en pequeñas comunidades como la acalorada Cali se le puede cegar la vida a seis personas en un día. A la fuerza, con violencia y sin la oportunidad de fundirse en el último aliento de una muerte natural.

En Bogotá no es ajeno que se arrebate el latido del corazón por no dejarse arrebatar a primeras cualquier pedazo de gadget o aparato semejante. El campo se vuelve escenario de batalla entre quienes se aferran a la tierra junto a sus sentidos y quienes se apoderan de parcelas ajenas. Allí generalmente son sumergidas para la podredumbre en la tierra aquellas personas que para existir sólo han tenido a la propia tierra.

Indepaz dice que en lo que va de este año, –al que le faltan algo más de dos semanas–, han muerto 343 personas en medio de 81 masacres. Algo más de 6 masacres por mes.

A la muerte ligera y prematura nos acostumbramos con décadas y décadas de violencia a verla con naturalidad, como si hicieran parte de nosotras mismas, las personas que compartimos República en el documento.

Colombia es un paraíso terrenal, pero un purgatorio para la existencia.