Uno puede recorrer decenas de páginas sin encontrar una idea inteligente ni —desde el punto de vista del estilo— un párrafo amable.

Por: Julio César Londoño
Publicado: julio 11, 2008

Vargas Llosa escribió una novela meritoria, La ciudad y los perros, a la nada novelística edad de 26 años. A los 30 ganó el Premio Rómulo Gallegos por La casa verde. Luego ha recibido una larga serie de lauros, entre los que se destacan el Premio Cervantes y el Penn/Nabokov. A los 19 años de edad se había casado con su tía Julia Urquidi y a los 29 con su prima Patricia Llosa. En 1977 le zampó una trompada histórica a Gabriel García Márquez. Hoy es una de las figuras centrales del ya mitológico boom, y oficia como un oráculo de la política, la literatura y las artes para toda Hispanoamérica.

Pero su obra no es tan rutilante como su currículo. El peruano es demasiado discreto en todos los géneros en que ha incursionado: sus cuentos son chinos, sus novelas parsimoniosas y su crítica académica, reseca, desangelada. Sobre sus dramas no hay información porque nadie los ha leído, ni siquiera su editor.

Sus novelas fallan en la forma y en el contenido. En la forma porque escribe en una prosa plana y gris. Uno puede recorrer decenas de páginas sin encontrar una idea inteligente ni —desde el punto de vista del estilo— un párrafo amable. Sus contenidos tienen dos errores: la política es protagónica, cuando debiera ser meramente escenográfica, y siempre hay demasiado sexo, mucho más que en las antologías de poetas jóvenes. Y lo peor es que, salvo en algunos pasajes de Los cuadernos de don Rigoberto, esos retozos no logran ser eróticos. Su sexo es como… aeróbico.

La mejor prueba de que no estamos frente a un gran novelista, estriba en el hecho de que no ha sido capaz de acuñar un personaje inolvidable, uno capaz de echar a andar solo por el mundo como Fernando Vidal, ‘La Maga’, Pedro Páramo o Úrsula Iguarán.

Podemos obviar el comentario de sus cuentos y dramas, criaturas que no le gustan ni a su autor, que se ha negado siempre a reeditarlas.

Lo de la trompada fue así. Una noche de febrero de 1977 se estrenó en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México una película basada en un libro de García Márquez, es decir, una ‘lata’. Cuando llegó Vargas Llosa, Gabo salió a recibirlo con los brazos abiertos. Los fotógrafos se alistaron para registrar el abrazo de los minotauros pero de repente ¡zuaquete!, Mario sacó un derechazo que mandó al suelo al mayor de los hijos de Luisa Santiaga Márquez.

Los historiadores afirman que esa trompada fue sólo el punto final de una vieja discusión política. La verdad es más interesante. Minutos antes del incidente, García Márquez se lo pidió a Patricia Llosa de Llosa. La señora corrió a contarle a su marido, como buena peruana, y el hombre explotó: que pretendiera despelucarle el peluche a su mujer, luego de birlarle la gloria de ser el indiscutido Nº 1 del boom, fue demasiado para Mario. ¡Y zuaquete!

Con todo, la anécdota habla bien de ambos. De Mario, porque demuestra que no es el inca flemático que aparenta ser. Y de Gabo porque se necesita mucho valor para pedírselo a una señora ajena y encopetada (recordemos que los Llosa son una “familia bien” de Arequipa. Incestuosa pero “bien”).

La penúltima novela de Vargas Llosa, El paraíso en la otra esquina, es una historia contada en dos planos narrativos: en los capítulos pares va la biografía de Paul Gauguin; en los impares la de su abuela, Flora Tristán, santa y atea; una anarquista de ancestros peruanos que dedicó su vida a luchar por los derechos de los obreros y las mujeres. Ambos, Paul y Flora, buscan el paraíso. El primero en la simplicidad de una isla del Pacífico; la segunda, en la instauración de un modelo político de inspiración social. Ninguno de los dos lo encontrará. El autor tampoco.

La última, Aventuras de una niña mala, es una mezcla de mal sexo y buena sociología. Mario debería dejarle la sociología al ensayo y el sexo a los jóvenes porque ya no está para esos trotes. Como Gabo. Por eso las aventuras “eróticas” de las niñas malas y las putas tristes han resultado insoportablemente flácidas.