Teresa Uriana, de 70 años, fue víctima de matrimonio forzado, pero logró huir. © Marina Sardiña

Cada vez son más mujeres que rechazan las prácticas patriarcales que atentan contra los derechos de las mujeres y niñas dentro de las comunidades indígenas wayúu, en La Guajira, Colombia. Sin perder su identidad y pese a las amenazas, son voces críticas que denuncian los casos de violencias sexuales, feminicidios o matrimonio infantil forzado.

Dos veces intentaron casarla por la fuerza. Dos veces se escapó de su ranchería, huyendo de su familia y de un destino impuesto. Teresa Uriana tenía once años, los hombres con los que debía casarse, tras un intercambio económico entre familias, le duplicaban la edad. Ocurrió hace sesenta años.

Actualmente, muchas niñas y adolescentes indígenas wayúu continúan siendo víctimas de matrimonio infantil forzado y otras formas de violencias sexuales. El silenciamiento, las amenazas y la naturalización bajo el manto de la “tradición” ocultan la realidad que soportan estas mujeres del departamento colombiano de La Guajira, donde el 45% de los habitantes son indígenas.

“Un señor llegó a mi ranchería, decía que me había visto, pero yo no lo conocía. Dijo haberse enamorado de mí, le pidió la mano a mi papá y me entregaron a él”, explica Teresa en wayuunaiki, lengua de los indígenas wayúu.

Desde su cocina en La Gloria, una ranchería cerca de Riohacha, recuerda cómo el hombre que la compró se dio cuenta de que no estaba enamorada y dejó que se fugara. Teresa regresó inocente a su ranchería, la historia volvió a repetirse. Su mamá la vendió a otro hombre “enamorado”. Huyó de nuevo y se escondió en casa de una tía. Durante el periplo estuvo a punto de ahogarse intentando cruzar un caudaloso río: “pasé mucho miedo”, relata.

En ese tiempo conoció a quién sería su esposo, Óscar, “me enamoré más rápido porque me estaban haciendo daño”, rememora. “Gracias a dios esos hombres nunca me violaron porque yo no me dejé”, dice Teresa. Se casó a los 16 años por amor, cuenta, pero también para evitar otro matrimonio infantil forzado del que estaba siendo nuevamente víctima. “Todavía lo recuerdo con tristeza, con melancolía. No se lo deseo a nadie”, y cuando lo revive Teresa mira a su hija Eudoxia, de pie junto a ella.

El silenciamiento en las comunidades

A sus setenta años no teme contar su historia, reflejo de la de muchas otras mujeres de su comunidad: “ya puedo descansar”, susurra después de la narración. En la habitación de adobe y palos juegan también sus nietos pequeños, todos están hoy en la ranchería, cuatro generaciones. “Me siento feliz porque al final tuve lo que pensaba y estoy rodeada de mi familia”, y los ojos vidriosos brillan ahora de dicha.

No hay cifras exactas y las denuncias escasean. Son historias que se cuentan entre la crepitación de la madera al arder, cuando la olla rebosa alimento, entre cuatro paredes de barro seco, entre mujeres. Y, sin embargo, cada vez son más las wayúu que desafían las prácticas patriarcales en sus comunidades. “No me gustaría que las mujeres jóvenes le hagan matrimonios forzados”, reitera con contundencia Eudoxia, profesora y parte de la organización Movimiento Feminista de Mujeres y Niñas Wayúu.

“La cultura no puede justificar las prácticas patriarcales”: Jazmín Romero Epieyú © Marina Sardiña

Desde su labor como docente y lideresa feminista aconseja a los mayores de su comunidad para que no repliquen esta vulneración a los derechos de las niñas wayúus, comúnmente disfrazada de cultura y tradición ancestral.

“Después de lo de mi mamá entendí cuál es el vivir de uno: no ser violadas. Somos libres de violación. Yo me he enamorado felizmente de mi esposo, no he tenido un matrimonio forzado, gracias a dios”, dice, consciente de que todavía decenas de niñas son vendidas a hombres mayores con total impunidad, especialmente en aquellas rancherías y pueblos más aislados del desierto guajiro.

Amenazas a lideresas feministas indígenas

Alzar la voz contra las opresiones y violencias que sufren las mujeres e infancias wayúu le ha supuesto un sinfín de amenazas, hostigamientos y estigmatizaciones a Jazmín Romero Epieyú, activista ecofeminista y fundadora del Movimiento Feminista de Mujeres y Niñas Wayúu. Sin perder su identidad indígena rechaza —desde dentro— lo que muchos hombres wayúu denominan “usos y costumbres de la cultura wayúu”. Para Jazmín los derechos de las mujeres no se negocian ni se trafican a cambio de una “dote”, justificante —según explica— para ocultar las violencias basadas en género entre los wayúu.

La acusan de “occidentalizada” por defender los derechos de las mujeres y niñas bajo el paraguas del feminismo indígena comunitario. Durante una conversación con su hermana Jackeline, también lideresa feminista, ambas insisten: “si es cultura, entonces hay que cambiar la cultura”. Las hermanas coinciden en que las tradiciones indígenas de su comunidad no pueden disfrazar las violencias contra las mujeres y niñas, sino que deben revisarse para avanzar en el respeto de sus derechos.

Jazmín Romero Epiyú, lideresa ecofeminista y fundadora del Movimiento Feminista de Mujeres y Niñas Wayúus. © Marina Sardiña

En su discurso, que esgrime firmemente en su búsqueda para la erradicación de estas prácticas patriarcales, Jazmín apela a los tratados y convenciones internacionales, a la Constitución colombiana, cuestionando el reconocido Sistema Normativo wayúu —aplicado por el pütchipü’üi o palabrero—: la justicia propia indígena “varonil, que excluye a las mujeres”, dice, para aferrarse a la Carta Internacional de Derechos Humanos.

A menudo las llaman “locas”, pero ambas se resisten a dejar la lucha. “Que vengan a matarnos si quieren, ¿ya qué?”, desafía Jackeline desde Barrancas, municipio que alberga la segunda mina de carbón a cielo abierto de América Latina: el Cerrejón.

Jazmín no concibe la defensa del medioambiente sin el feminismo y es una férrea opositora de la mina y los megaproyectos extractivistas: “El territorio para nosotras las mujeres indígenas representa el cuerpo de la mujer”.

La defensa del territorio y de los derechos de las mujeres

“Las mujeres que han sido víctimas de feminicidio en el departamento son niñas y mujeres de esta zona donde se extrae carbón. La mina fue un detonante gravísimo de ruptura del tejido social, otra forma de agudizar más las violencias contra las niñas y contra las mujeres”, critica la lideresa desde las inmediaciones de la mina, rodeada de polvo y camiones cargados del mineral negro transitando las vías. 

“Ya no hay seguridad dentro de nuestros territorios al haber una multinacional que extrae carbón, que saquea los órganos de la madre naturaleza”, señala. Para Jazmín desvalijar la tierra es sinónimo del saqueo del cuerpo de las mujeres que la habitan.

Otro ejemplo es el parque eólico que están construyendo en el norte del departamento y que ha desplazado a varias comunidades por conflictos entre clanes desatados por las multinacionales que tienen las concesiones de explotación. “Fue parque eólico el que nos sacó, porque si ese proyecto no hubiese llegado hoy en día los mismos indígenas no estuvieran matándose”, dice Hanna González, cuya tía fue víctima de feminicidio durante un tiroteo en su ranchería. Su madre también resultó herida y el resto de mujeres de la familia, inclusive una decena de niños, están ahora encerrados y malviviendo en la Casa Indígena de Riohacha. 

Feminicidios: sin justicia para las víctimas wayúu

Las violencias contra los cuerpos de las niñas y mujeres wayúu son múltiples, inclusive el feminicidio. Los datos no son claros, pero según la Red Feminista Antimilitarista, en 2022 se registraron al menos 6 feminicidios de mujeres indígenas en La Guajira. Por ello, desde la organización que lidera, Jazmín también acompañan a los familiares de las víctimas y realiza, junto a otras mujeres y jóvenes, plantones y manifestaciones para exigir a las autoridades justicia.

Así llega hasta la ranchería del profesor Manuel Epieyú, en el municipio de Barrancas. Su hija, Yeini Elena Epieyú fue violada sexualmente y asesinada en mayo de 2021. “Era una niña joven muy activa, llena de vida. Un día que salió a hacer una diligencia al pueblo prácticamente se encontró fue con la muerte porque tomó un taxi y sucedió pues lo que pasó con ella, que la violaron, la mataron y encontramos el cuerpo ya abandonado”, rememora Manuel; su hija tenía tan solo 17 años.

Como en otros casos de feminicidio en la región, el asesino ­–pese a que las autoridades tienen las pruebas de quién es– sigue libre y todavía no hay fecha para la sentencia, que podría ser nula por vencimiento de términos. “Lo que estamos esperando es que a la persona la puedan juzgar, que le hagan pagar el daño para nosotros tener tranquilidad”, señala el profesor.

“Nosotros que somos activistas y acompañamos el proceso de las víctimas pedimos es que actúen ya de una vez y no dilaten más los casos de feminicidios en las comunidades”

A su lado, Jazmín explica cómo la familia decidió no acogerse a la justicia tradicional indígena, sino a la justicia ordinaria, confiando en que así encontrarían una sentencia justa para el asesino de su hija. “Nosotros que somos activistas y acompañamos el proceso de las víctimas pedimos es que actúen ya de una vez y no dilaten más los casos de feminicidios en las comunidades”, reitera la lideresa.

Dos años después del feminicidio de su hija, Manuel se siente decepcionado con el sistema: “No tenemos respaldo de la justicia porque queda la muerte impune, queda todo impune y nosotros, pues, prácticamente no contamos con el respaldo de la justicia ni del Estado”. El desaliento es un sentimiento común entre los familiares de las víctimas de feminicidio dentro de las comunidades indígenas wayúu.

Pocos días antes del asesinato de la joven, hubo otro caso de feminicidio de una mujer indígena en Riohacha. Luz Daris Cotes, de 38 años, fue hallada sin vida en un motel de la ciudad. Su asesino, entonces un policía en activo, tampoco tiene una condena por el feminicidio. “En nuestro dolor nos dijeron que la Fiscalía quiere un preacuerdo para no irse a juicio y nosotros decimos no, porque no le van a dar los años que se merece, pero por lo menos que le den algo. Queremos que se haga justicia, que lo condenen”, dicen sus hermanas.

Las dilataciones en el caso hacen que su familia haya perdido la esperanza de hallar justicia y paz: “nos quitaron el corazón, la felicidad, ya nunca vamos a ser lo mismo, eso es impagable”, solloza Yasyelis, hermana de la víctima.

France 24.