
Temores de infancia y temores actuales: juntos en una noche de Halloween
Octubre es considerado el mes de los niños en el país, durante este periodo la mayoría se divierte disfrazándose y pidiendo dulces, lo que se conoce como el día de Halloween.
Hoy, con mis 30 años, aún recuerdo la magnífica sensación de disfrazarme y salir a pedir caramelos junto a mis amigos de aquel entonces. Era una época de bastante felicidad y pocas preocupaciones.
También te puede interesar: La calma de un campeón
Sin embargo, recuerdo que por la calle octava con treinta y cuatro existía una casa donde sus dueños se tomaban tan en serio la decoración, que para muchos padres de familia el pasar por dicha casa era casi que conocer al mismísimo Satanás.
Los dueños de la casa solían colocar esqueletos hiperrealistas por toda la fachada, colgaban en el techo réplicas de partes humanas plastificadas tan pero tan reales, que incluso los policías, mientras hacían sus acostumbradas rondas por el barrio, bajaban de sus motocicletas y tocaban cada una de dichas piezas para confirmar que no estuvieran ante la presencia de un asesino serial.
Pero lo más aterrador de dicha casa consistía en una figura de tamaño real de una mujer vestida como la popular “Llorona”. Además de la calidad de la figura y su realismo, el detalle llamativo era sus ojos, los cuales salían de las cuencas cada vez que alguien se acercaba a ella. Era la atracción principal de aquel lugar
Algunos años después, me enteré de una demanda interpuesta por vecinos del sector contra los dueños de la casa, la razón: provocación de traumas a los hijos más pequeños de los demandantes; el caso llegó a ser noticia nacional.
A pesar de todo, la demanda no prosperó, debido a que el juez consideró que la creación de contenido depende de quién lo consume, y que no es posible demandar a una figura de plástico.
Así que hoy en día la casa continúa funcionando normalmente, y con el paso de los años, decidieron colocar un letrero al lado de la muñeca que decía: “Muñeca de mentiras”, para advertir a los niños que solo era una figura sin vida, y así evitar algún tipo de trauma o un susto mayor.
No obstante, cuando era niño, esta atracción sí logró asustarme lo suficiente como para temerle a las mujeres que trabajaban vestidas de blanco. Es decir, desarrollé un pequeño temor a enfermeras, monjas e incluso a mujeres vestidas de novia. El blanco en mujeres se convirtió en un terror para mí.
Obviamente superé dicho miedo luego de llegar a la adolescencia, y después de darme cuenta de que solo se trató de una etapa de mi infancia, en la que disfrutaba en exceso la sensación del día de Halloween.
Así que, con algo de nostalgia, decidí ir un 31 de octubre a visitar a mis padres, que aún vivían en dicho barrio. Iba para ayudarles a repartir dulces a los niños vecinos, y bueno, por qué no, para dar una vuelta por la casa que me generó mis primeras pesadillas.
La noche estaba bastante clara, pocas nubes en el horizonte y muchas familias en la calle, incluso algunos adultos disfrazados le daban color y ambiente familiar al barrio. La casa del terror quedaba a dos calles de la de mis padres, debía girar hacia la derecha para encontrar en toda la esquina el lugar en cuestión.
Al llegar y verla con ojos de adulto, sentí nostalgia y aprecié mis recuerdos de manera diferente.
La casa estaba totalmente decorada, pero los esqueletos ya no se veían tan amenazadores como lo recordaba; eran solo muñecos de plástico barato comprados en promoción. Aquellas partes humanas que hacían dudar a la policía sobre su autenticidad ya se veían tan falsas que incluso algunas tenían marcas de mordeduras de perros, señal de que ahora eran un juguete de mascota. Y como parte final… la figura de La Llorona.
Esa figura aterradora del pasado era simplemente un maniquí de tienda de ropa con unos ojos amarillos mal pintados, los cuales se movían cada vez que alguien se acercaba; daba incluso la sensación de ser un Papá Noel de Navidad que se enciende cada vez que alguien pasa por su lado.
Bueno, esto era lo que había, así que, para terminar de recordar mis años de infancia, decidí tomar una foto y dirigirme nuevamente hacia la casa de mis papás.
La calle ya se encontraba vacía, las familias felices paseando por el barrio prácticamente no existían. Ahora me encontraba caminando solo por la oscuridad en mi antiguo barrio.
Por esos azares del destino y más en una fecha como esta, convenientemente, por dichas calles no funcionaba ninguna farola, por lo que estaban prácticamente a oscuras. Todo se veía con una luz tenue y gris. La calle estaba en un silencio ensordecedor en el que lo único que se lograba escuchar, a lo lejos, era un vallenato proveniente de alguna casa lejana al final de la cuadra.
Con la precaución y desconfianza que da el crecer en Latinoamérica, miré hacia atrás varias veces, pues cuando creces, el miedo se transforma en cosas más reales: falta de dinero, temor a ser robado, guerras, etc., por lo que cada cierto tiempo volteaba sutilmente mi mirada y aceleraba el paso.
Luego de unos diez minutos de rápida caminata, a lo lejos se lograba divisar una luz roja, posiblemente de una motocicleta: miedo adulto activado.
Esa farola me generó el mayor temor que había sentido hasta ese día, así que decidí acelerar mi paso y, si la veía acercarse de manera sospechosa, sin pensarlo mucho saldría corriendo. Ya estaba hasta el hartazgo de miles de videos de ladrones en motocicleta, así que no quería ser el protagonista de uno de ellos.
La motocicleta fue acelerando sutilmente… como queriendo interceptarme, volteé la cabeza para intentar dilucidar quién la manejaba, y lo que vi fue muy confuso: un ser vestido completamente de blanco, con manchas de sangre en su pecho, adornado con una cabellera desordenada y unos ojos grandes negros y brillantes con una actitud amenazante. Este ser de voz gruesa y rasgada me gritaba que me detuviera.
No sé si fue el impulso por ver una moto a altas horas de la noche o el hecho de presenciar algo que no podía describir, lo que me hizo comenzar a correr para intentar llegar a algún local abierto que me sirviera de escondite, o que lograra, como segunda opción, persuadir al posible ladrón, dada la cantidad de gente que podría estar presente en dicha tienda.
Corrí lo más rápido que pude, pero la motocicleta iba a una velocidad muchísimo más alta que la mía… Obviamente, esta me cerró el paso y solo pude levantar mis manos por instinto y decir: “Tranquilo, no me haga nada, yo le entrego todo”.
Este ser misterioso, que sin voltear la mirada hacia mí intentaba acomodar la moto, me dijo: “¡Cuál robarte, bobo! Dejaste el celular tirado en la casa de La Llorona. ¡Agradecé que te lo entrego! Viendo cómo es de peligroso este barrio después de las 9:00 p.m.”
Mis dos temores juntos, el de niño y el de adulto, resultaron ser una enfermera honesta y cansada que me estaba entregando mi celular, el cual se había caído cuando decidí tomarle una foto a La Llorona en la casa del terror.
La mujer, quien llevaba su cabello desordenado, se limitó a decirme: “¿Vos podes creer que cuando venía para mi casa ayudé a auxiliar a los heridos de un choque en moto, y mientras llegaba la ambulancia un pendejo me robó mi casco? ¡Hombre! Téngale miedo a los ladrones, que esos sí existen, ¡a mí no! Ni que yo fuera La Llorona”.
También te puede interesar: Jhon Jairo Superstar
